El color de aquella noche, con aquellos pigmentos entre azules y verdosos, parecía más bien un fondo marino que un anochecer de campo. No era usual ver esas tonalidades que iluminaban los riscos y montañas de alrededor pareciendo fantasmagóricas alegorías. Disfrutábamos del paseo, los dos de la mano como adolescentes, la noche se nos había echado encima y nos apoyábamos mutuamente uno en el otro para evitar resbalar y caer entre las piedras y piedrecillas de la vereda. Elegimos la ruta, por ser un atajo que nos acercaría mas a nuestra casa, ya que lo que pensamos que sería un trecho de corto trayecto, entre tanta conversación se convirtió en un paseo largo y de tiempo ilimitado.
Al poco, la luna que iluminaba el sendero, se proyectó, con increíble rapidez, tras una pequeña nubecilla que apareció de improviso, se apagó la luz y nos vimos imposibilitados a seguir la caminata. Apretamos el abrazo en un sentir de miedo y espanto, el silencio no nos ayudaba, la oscuridad que se cernía a nuestro alrededor nos hacía ver absolutamente nada.
Los minutos se hicieron horas y en medio del tiempo, apareció de nuevo, sin ningún tipo de susurro, de nuevo, la luz.
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