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viernes, 23 de marzo de 2012

Queriendo a la vida.

                                                  Supuestamente  mi vida iba a ser de película. Eso fue lo que mi marido me vendió al prometernos. La tonta fui yo que le compré el paquete completo.
                        La triste realidad es que era la persona menos indicada para mí. Demasiado extrovertido para mi gusto, no sabía lo que era la palabra sentimiento y todo lo que supusiera preocupación por nada ni por nadie. Éramos polos opuestos. ¿Que como me enamoré?. Ni yo lo sé, quizá fue su labia fácil o aquella manera tan especial de mirarme, lo cierto es que estaba ciega por él.
                          Me olvido de contar lo especial que era al hacer el amor.
                         Sensible y tierno como nunca había conocido a nadie, especial hasta en el menor de los detalles y algo brusco en algunos momentos. Cuando éramos pareja, sin vivir juntos todavía, esperaba con ansia el instante en que llegaba a casa y empezaba nuestro juego sexual. 
                         Entendió en seguida que me excitaba con pequeños roces y palabras fuertes, así que se dedicó a hacerlo de ese modo mientras yo estaba cocinando o simplemente limpiando la casa. Era agotador pero daba buenos frutos. Me tenía todo el día dispuesta al sexo.
                           
                                 El día que llamó "la otra", me caí literalmente al suelo. Mi vida de alguna forma dejó de existir, me convertí en algo que respira, pues en mucho tiempo fue lo único que me mantuvo con vida.
                            Conviví durante años con personas que se encontraban en mi misma situación, algunos mucho peor. Estar internada o en la calle no me supuso ningún problema, en el sanatorio también respiraba.
                             Con el paso de los años, algo tiró de mí hacia afuera, me resistí cuanto pude pero finalmente entreví la superficie y mi cuerpo decidió que ya era hora de volver. Cuando empecé de nuevo a vivir hacia el exterior, nada era lo mismo. El paso del tiempo había dormido gran parte de mis sentimientos y sensaciones, no recordaba el significado de palabras como compartir, ceder o tolerancia.
                              Vivía en un apartamento pequeño en un edificio céntrico, me molestaban los ruidos de los vecinos y pronto adquirí fama de arisca y desagradable. En poco tiempo la situación se hizo insostenible, así que me mudé a las afueras.                  
                             Después de algunos meses, comprendí que había sido una buena idea. El aislamiento al que me sometí voluntariamente, hizo que encontrara una especie de paz que solo compartía con los pajarillos de la zona y un  mapache que  me visitaba en contadas ocasiones.
                                La casa la tenía en alquiler, pero pasado un año, vendí la otra y la compré. No tenía que trabajar, ya que me declararon incapacitada para ello. El día seguía teniendo veinticuatro horas y supe que tenía que emplearlas en algo.
                                          La suerte se puso de mi lado cuando la señora a la que compraba el pan por las mañanas, me habló del centro de acogida de personas con problemas. Lo llamaban de esa forma porque aceptaban gente de todas las edades y con problemáticas diferentes.
                                            El centro se encontraba a unos veinte minutos andando desde mi casa, un chalecito rodeado de un extenso jardín en donde paseaban algunas personas, otras estaban sentadas en bancos de madera leyendo y algunas simplemente conversaban.
                                               La encargada, una enfermera mayor me acogió con los brazos abiertos, simpática y extrovertida, hablamos durante largo rato. Me entendió a la perfección y pronto observé que casi todo el personal éramos voluntarias.
                                                 Trabajé durante el resto de mis días en el centro. Reaprendí de las necesidades del ser humano, a llorar con otras personas y también a reírme con ellas. La solidaridad fue algo que entró en mi vida como una tromba. Supe de como compartir con otros alivia las propias penas, las mías empezaron a desaparecer como por encanto, en poco tiempo  me olvidé de ellas.
                                         

                                 El amor hacia los demás hizo que aprendiera a quererme a mi misma. Terminé simplemente, queriendo a la vida.









      
        
                                  







martes, 28 de febrero de 2012

EL MENDIGO.

                                                A pesar de su juventud, vagaba a diario y sin rumbo por el pueblo. Las gentes se lo cruzaban y lo miraban sin verlo, era como si formara parte del mobiliario urbano. Vivía  lejos, en el extrarradio, y caminaba todos los días muchos kilómetros para lograr que alguien se apiadara de su hambre y le regalara un bocadillo. Así que parte de la mañana la pasaba delante de la única cafetería que había en el pueblo. 
                                    Se sentaba en el bordillo de la acera mirando hacia la puerta, no le gustaba molestar y casi siempre eran las mismas personas las que le daban algunas monedas. Es verdad que su ropa estaba sucia y que a veces pasaba varios días sin afeitarse. Pero en su casa no había agua y en estos días de invierno, levantarse al anochecer para cogerla de la fuente, se le hacía muy pesado. Si  enfermaba no tenía quien que lo cuidara, su madre muerta, y a su padre no lo conoció. 
                                   Sabía que tenía hermanos, se lo dijo una tía suya antes de irse a vivir a la ciudad. Pero al ser el mas pequeño de todos, los mayores ya se habían marchado cuando el creció.
                                 Ese día se recogió pronto, el frío helaba sus flacos huesos y le hacía estremecerse a cada paso que daba.
                                  La noche lo cogió en pleno camino, suaves copos de nieve resbalaban por su cara, los brazos bajo las axilas; los calcetines empapados de agua no ayudaban y pensó en tumbarse un rato a descansar. Pero la carretera jugaba con él, era larga y cruelmente empinada, bosques de álamos a su derecha e izquierda balanceaban las ramas altas al compás del viento.
                               Entonces, en medio del cansancio escuchó un ruido. Se detuvo y miró en derredor. Nada. Al continuar la marcha, de nuevo lo mismo, un tenue quejido que lo hizo avanzar hacia el bosque a su derecha. Bajo un álamo invasor, una joven yacía acurrucada. Miró a ambos lados, ¿de donde había salido?.
                                     La cogió en brazos con ternura, la chica sería unos años menor que él, pesaba como una pluma de tan flaca como estaba y se quejaba de frío. Se quitó la chaqueta y la envolvió, caminando con premura hacia su casa.

                                   Años después repasaba aquellos momentos en que compartió con ella lo poco que tenía. Durante varias semanas dejó de comer y la alimentó con lo que iba consiguiendo.
                                     Y la suerte se puso de su parte.  
                                    Cuando la muchacha se recuperó, le contó donde vivía y como se había perdido en el bosque semanas atrás.
                                      El padre era un hombre adinerado y agradecido. Lo acogió como a un hijo valorando su abnegación y altruismo. Le buscó un empleo en su hacienda y desde entonces supo lo que era tener una familia.            
















viernes, 14 de octubre de 2011

Dos mujeres.

                             Su actitud tuvo graves consecuencias, para empezar, la custodia de los hijos se la dieron al padre y la pérdida del trabajo supuso lo peor. Nunca fue muy madrera y los chicos eran grandes, tampoco les dedicó demasiado tiempo y su marido siempre tuvo buena relación con ellos.
                             Pero la falta de trabajo era un problema, estaba acostumbrada a tenerlo todo y ahora se veía sin nada. 
                                 Ella tenía claro que el dinero que cogió lo iba a devolver en cuanto pudiera, cuando fue a juicio pensó que ya se camelaría al juez con mohines  y unas cuantas lágrimas, pero le tocó una juez que fue inflexible. Cuando la vio entrar en la sala, supo que no tenía nada que hacer, una mujer de mediana edad con dos o tres dedos de canas y un leve rastro de vello en el labio superior decía mucho de su forma de ser, si no se preocupaba de su físico, se preocuparía de otras cosas.
                 Y vaya si se preocupó. Le dio la razón en casi todo a su marido, a ella le dijo con condescendencia que no iría a prisión por no tener antecedentes y como la suerte ya estaba echada, le dedicó una sonrisa malévola. Pero no se dio por enterada, dictó sentencia y se marchó.
                       Bueno al menos le dejó el coche pequeño; salió del juzgado y  fue a tomar algo al bar de enfrente. Y allí estaba ella, la mujer del bigote que le había fastidiado la vida.
                      Se sentó a su lado sin saber el porqué tuvo semejante ocurrencia. Hablaba animadamente con unos hombres enchaquetados. El lleno del local era absoluto y parecía como si a todo el personal se le hubiera ocurrido ir a almorzar a la vez.
                        Subió a propósito la voz cuando pidió una cerveza, la juez la miró sin conocerla. O no se dio por enterada, o realmente no se había percatado de quien era. Un rato después, Lucía le pidió la hora, ella la miró un poco más de lo necesario y le contestó. Volvió a la misma hora al día siguiente y al otro. La jueza siempre en el mismo lugar de la barra, charlando de pie con más gente.  
                        Una semana estuvo yendo a diario al bar y un  día decidió esperarla a la salida. No sabía que era lo que quería conseguir con esa extraña conducta, pero algo le impelía a actuar de esa manera.
                          Salió a las tres en punto, se notaba que era una persona de rutinas. Subió a un coche de lujo azul oscuro, Lucía la siguió dejando dos coches por medio. Cogió la autovía y media hora más tarde dobló por una pequeña carretera, dos o tres kilómetros después aparcó frente a una casa de campo.
                         Lucía siguió el camino y unos metros más allá aparcó.  Desandó el camino hasta ver de nuevo la casona; de enormes dimensiones y pintada de blanco con tejas oscuras, se notaba que la cuidaban con esmero, las ventanas del piso alto eran de un brillante color verde, las de abajo estaban a medio pintar, al lado de una de ellas se encontraban  los útiles de pintura.
                         Se recreó con crueldad mientras miraba la casa de la mujer que con unas pocas palabras había destruído su forma de vida, por momentos sintió un odio tan intenso que se sorprendió de si misma. En ese momento la jueza salió.
                             Le costó reconocerla, había cambiado el oscuro traje de chaqueta por unos cortos pantaloncitos blancos, una camisa de tirantes dejaba ver parte de su pecho. Pensó que era como mirar a una persona distinta. El pelo que solía llevar recogido en un apretado moño, lo había dejado libre; era de un tono cobrizo, formando ondas alrededor de su cara.
                              No vio por ninguna parte las canas ni el bigote, pensó que la rabia le había jugado una mala pasada.  De repente la pintora se dio la vuelta con rapidez y la vio. En vez de enfadarse al descubrirla, sonrió ampliamente y le preguntó si buscaba a alguien. Al verse sorprendida Lucía sólo acertó a decir que estaba perdida.
                                  En poco más de media hora había hecho una amiga, las dos sentadas en el porche saboreando una copa de vino. Entonces se oyó una voz inflexible proveniente de la casa, la reconoció al instante.
                                   Su nueva amiga sólo comentó: "es mi hermana melliza, ¿quieres comer con nosotras ?"
                         







  














                      

lunes, 22 de agosto de 2011

La fugitiva del Centro.


                          La salida del pueblo, sin luces, era fúnebre y sombría, un camino de tierra, como correspondía a aquel lugar pequeño y con pocos habitantes. Atravesó el único sendero por el que podía caminar para su paseo nocturno, era tarde y sabía que no se encontraría a nadie y si alguien lo veía, no le parecería extraño, dado su carácter, reservado y taciturno.
                               Hacía diez años que escogió aquel sitio para vivir precisamente por su poca gente y por ser tan pequeño. Los vecinos vivían alejados unos de otros y desde la casa de Jorge a la más próxima, distaba casi un kilómetro.
                      Aquella noche, no paseaba en paz, se sentía como observado, como si tuviera compañía, se volvió hacia atrás varias veces, pero logicamente, aunque hubiera habido alguien, en aquella oscuridad, no lo habría visto. Intentó relajarse y pensar en otras cosas.
                Trabajaba en una empresa de contable, lo hacía en casa por ordenador y recibía puntualmente su nómina. Relaciones con otras personas, practicamente no tenía y no recordaba la última vez que se acostó con una mujer.
                         En esos pensamientos andaba, cuando una luna no muy grande, pero exultantemente brillante, empujó unas nubes, e iluminó el sendero, Jorge miró hacia el cielo agradecido, pues caminar fue ahora más fácil. En ese momento, sintió como le tiraban unas piedrecillas en la espalda, se quedo atónito, no podía haber nadie a esas horas por allí, un sudor frío lo invadió y el miedo lo hizo parar en seco, se volvió despacio, no tenía nada con que defenderse, pero allí, no había nadie. Peor que peor.
                      Decidió dar la vuelta e irse a casa, el paseo ya no era agradable, con paso rápido, comenzó la retirada.
                           Cuando ella saltó de una enorme roca a su derecha y quedó plantada a un metro de él, el corazón desbocado de Jorge, estuvo a punto de salirsele del pecho. La miró desafiante y la pregunta de rigor -¿ y tú quien eres?, salió de su boca sin querer. La desconocida, callada y quieta, vestía una especie de camisón transparente e iba descalza, el pelo oscuro hasta la cintura, tenía rasgos disarmónicos, lo que la hacía una mujer fea.
                            Después de un minuto de silencio en donde los dos se contemplaron, Jorge intentó seguir su camino, pero la mano de la chica, firme y ancha, lo empujó con fuerza y le impidió el paso. Era más alta que él, casi le sacaba media cabeza;  en un cuerpo a cuerpo, él tendría las de perder.                                                                Intentó pasar de nuevo, mientras pensaba, ésta loca saca un cuchillo y me lo clava; pero no, ella lo acercó dulcemente por la camisa y lo pegó a sus pechos, mientras lo besaba con sus labios cerrados recorriendo su boca, sus ojos, nariz y orejas, Jorge totalmemente sometido, había claudicado ante aquellos labios gruesos y algo rugosos. Cuando acabó con su cara, la camisa de la chica ya no existía, se ofrecía ante él un cuerpo blanco que el sudor hacía brillar a la luz de la luna, era como un regalo de medianoche.
                          En un recodo del camino lo empujó y le quitó la ropa , él poco tuvo que hacer, salvo no intentar volverse loco, porque aquella mujer hizo con él lo que quiso, cuando entreabrió la boca, aquella lengua, no parecía una, sino tres, saboreó su cuerpo de arriba a abajo y vuelta a empezar.La madrugada los sorprendió cansados y satisfechos uno del otro.
 De repente y de un salto, la mujer se puso en pie, cogió su camisón y por primera vez habló: --adiós y salió corriendo. A la mañana siguiente, los periódicos hablaban de la fugitiva del Centro de Salud Mental, que de vez en cuando, no sabían como, se escapaba y la violaban.
                          Lo que ellos no sabían era que de vez en cuando ella se escapaba y buscaba un hombre para hacerle el amor con pasión, ternura,sensibilidad, cariño e imaginación.

domingo, 24 de julio de 2011

Pasó en el siglo XIII.

                      Terminé de subir la escarpada cuesta y me detuve a respirar un rato, hacía tiempo, no recuerdo cuanto, que no venía, noté como me pesaban los kilos y los años. Me arremangué un poco la falda mientras miraba atrás, por tan conocido no dejó de sobrecogerme el paisaje, el atardecer matizaba las enormes montañas de tonos violáceos, dando al lugar apariencia de hechizado. Ya se veía la cabaña de la mujer que había venido a buscar, un perro llegó ladrando hasta mí, anunciando mi presencia. Juana estaba asomada a la puerta.
                         La recordaba más alta, quizá algo más gorda, la mujer que ahora tenía enfrente, se notaba enclenque y mal alimentada. No comes bien, le afirmé mientras entraba sin pedir permiso. En cambio, tu comes demasiado, fue su respuesta. Miré en derredor mientras buscaba algo en que sentarme, me acercó un viejo taburete. Busqué su mirada y sin más preámbulo se lo dije: ha llegado. Sabiendo de quien hablaba, me preguntó, como lo sabes. Lo sé, te debería bastar.
                           Mientras mascullaba un "me basta", se dirigió  a la puerta del fondo del cuartucho. La abrió con gran sigilo, sonaron los goznes oxidados, dormía en un camastro en donde nos encontrábamos, mesa y sillas sucias y viejas componían el mobiliario, pero en el otro cuarto era diferente. Estanterías de varios tamaños, algunas llegaban hasta el techo, llenas de libros de piel antigua, algunos se caían de tan envejecidos. En una mesa por el mismo estilo, retortas, jarabes, pócimas de todo tipo, más allá hierbajos secos para hacer sus mejunjes y potingues.
                             Buscó un libro grande, forrado de  grueso cuero verde, lo releyó varias veces antes de decidirse. Este es. Encendimos velas, y pasamos la noche allí. Por la mañana temprano, conseguido lo que queríamos,envolvimos en un pañuelo el pequeño bote de cristal y partimos al castillo. Nos quedaban dos días de viaje, había que darse prisa, el niño había nacido hacía tres.
                          

                     Habían puesto un mesa mugrienta y larga en medio del patio, a donde acudirían las gentes de los alrededores a festejar el nacimiento. No se iba a escatimar nada pues hacía ya muchos años que la señora intentaba quedarse embarazada sin conseguirlo y el señor se sentía feliz y alborozado. 
                      En las habitaciones, el ama de cría estaba preocupada, llamó a la criada que atendía al niño, le comentó sus dudas, hace tres días que nació y aún no ha abierto los ojos, no es normal. Ésta miró al bebé que dormía placidamente en su cunita de madera. No debéis preocuparos, señora, come y duerme bien, tiene buen peso, ya los abrirá. La nodriza bajó la voz para continuar hablando, si, pero como ya sabéis, los rumores corren y se dice que su madre tuvo trato con brujas en un pasado, no se si le habrán hecho algo malo al niño. La muchacha río abiertamente, bah, dijo, eso sólo son fábulas, no hagáis caso y disfrutad del día y de la fiesta. Y con la misma, se marchó. La mujer se dijo que la doncella iba a tener razón, que ella pensaba demasiado y se dedicó a sus quehaceres olvidando la conversación.
                      
                            
                      Los festejos empezaron al día siguiente temprano y durarían tres días. Banderolas y estandartes con los colores del castillo llenaban de vida los grises muros. Carretas engalanadas y coches de caballos llegaron a lo largo del día, algunos venían en hermosos caballos, otros, los más pobres, llegaban a pie. A la hora de la comida una ingente multitud formaba filas para poder ver al heredero. El señor del castillo, exultante, bajó ante la multitud, su mujer no lo haría pues aún permanecía postrada. Cogió el niño de brazos de la nodriza y empezó a enseñarlo a sus súbditos. 
                          Las dos mujeres esperaban en la cola que les tocara su turno, recuerda, dijo Juana, te mojas la mano en el líquido y le haces la señal en la frente, sólo eso, ya lo sé, respondió la otra, molesta por la cantidad de veces que se lo había recordado. No estará ella, verdad, preguntó una vez más, ya te he dicho que no, aún está en la cama. Es lo más probable que herede lo de la madre, si es así, nosotras desapareceremos en breve, hay que eliminarlo como sea. Sin hacerle caso, la otra mujer siguió caminando hacia adelante, ya faltaba poco para llegar. 
                            Al padre del niño no le preocupaba que tuviera los ojitos cerrados, es un recién nacido, y así se lo dijo a la nodriza cuando ésta se lo comentó aquella mañana, como no quería aguarle la fiesta, se retiró a sus aposentos sin decir nada más, pero seguía pensando que no era lógico. Cuando su madre se recuperara del parto, se lo haría saber.  
                                 
            Le tocaba el turno de ver al niño a las dos mujeres, una nerviosa y alterada, la otra, conservando la calma, ya tenía la mano empapada en el brebaje, se acercó al niño, le hizo la terrible señal en la frente y entonces....el niño, abrió unos enormes ojos verdes, como los de su madre, que hizo que las mujeres, impactadas, dieran un paso atrás, y emitiendo un espantoso y aterrador grito, miró fijamente a las dos brujas, mientras éstas, caían fulminadas al suelo.