sábado, 19 de febrero de 2011

UN OSCURO MEDIODÍA.


Empezamos el Domingo de la manera en que lo hacíamos siempre, acudimos a la iglesia a primera hora y luego a comer a casa de los abuelos. Hacía un fantástico día de primavera, el cielo parecía pintado de añil y la ausencia de nubes presagiaba que tendríamos una semana de calor. Aunque sabía que a mi madre no le gustaba demasiado, me puse mi vestido más escotado, para disimular me coloqué un pañuelo por encima de los hombros y no me dijo nada. Yo vivía independiente de mis padres, pero en esos días, que libraba en el trabajo, había ido a verlos y me quedaba en su casa, entonces, llevaba la misma vida que cuando era pequeña. Dormía en la habitación con mi otra hermana y hacía vida familiar.
                           Al salir de la iglesia, nos detuvimos cerca de media hora con los saludos de rigor, al acabar, nos dirigimos paseando a casa de los abuelos. Me sorprendió ver que el cielo, antes tan azul, ahora se notaban unas  pequeñas nubecillas blancas, no era normal.
                            Tocamos en la casa de los abuelos como siempre, pero no obtuvimos respuesta. Mis padres preocupados no entendían, ellos sabían que íbamos, siempre nos esperaban. Al rato mi hermano pequeño observó que si no nos dábamos prisa tendríamos que encender una linterna de lo oscuro que se estaba poniendo el día. Todos miramos al cielo y vimos que, efectivamente, estaba de color gris.
                  Un rato después, aparecieron mis dos abuelos, venían de la montaña cercana de recoger hierbas. He de decir que se dedicaban a la preparación de todo tipo de brebajes, jarabes y pócimas que uno se pueda imaginar. Preparaban todo lo que cualquiera le pidiera. Yo, cuando vi el cielo cambiando de aquella manera, no tuve la menor duda de que mis abuelos, allá, en la montaña, algo habrían hecho para que eso sucediera de esa extraña manera.
                   

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