La callada tarde de invierno, no interrumpió su silencio sino para dejar oír a un niño llorar en una casa cercana o pasado un rato, escuchar el suave sonido de la lluvia que se anunció repiqueteando con fuerza en los cristales y tejados de las casas.
Helena y Elisa, esquiaban campo a través, todos los años deseaban que llegara el invierno, esquiar era una de sus pasiones favoritas y todos los días iban y venían del colegio de esa forma. Pero este invierno, por desgracia, estaba tocando a su fin, la nieve había bajado ya unos cuantos centímetros, el deshielo no tardaría en aparecer.
De pronto, Elisa tropezó con algo y la caída fue estrepitosa, Helena paró y juntas intentaron averiguar el motivo del golpe. Se acercaron al lugar, buscando la rama para apartarla, la sorpresa las paró en seco. Elisa ahogó un grito, mientras su hermana se llevaba las manos a la boca para evitarlo. Una mano humana, semienterrada en la nieve, les señalaba el cielo de aquella terrible manera como sólo los muertos saben hacerlo.
Utilizaron el móvil para llamar a la policía que al poco estuvieron allí y entre los agentes, detectives, la científica vallándolo todo, se armó una trapisonda de mil demonios.
Ellas se mantuvieron quietas hasta que la policía terminó con las preguntas de rigor, después, exhaustas, se marcharon a su casa. Llegaron contando las novedades, no se sabía de nadie que hubiera desaparecido ultimamente, por lo que se especulaba quien podría ser tanto el muerto como el asesino.
Pero no se averiguó jamás, no era del pueblo ni de los cercanos, era todo muy extraño.
Nunca nadie se fijó en los gestos de complicidad de las dos hermanas, que no habían olvidado lo que hicieron el invierno pasado.
Nunca nadie se fijó en los gestos de complicidad de las dos hermanas, que no habían olvidado lo que hicieron el invierno pasado.
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