jueves, 9 de septiembre de 2010

EL ASESINATO

Las campanadas sonaron fuertes, vibrantes, rotundas, en mitad de la noche estremecía al que las escuchaba y había que estar sordo para no hacerlo. En poco mas de media hora, los vecinos de la pequeña localidad estaban todos formando grupos en la iglesia, a falta de otro lugar mas amplio, siempre que la necesidad obligaba se reunían allí.
                   Se hizo silencio cuando un policía de los dos que había, el jefe de ellos, y otros dos desconocidos enchaquetados y sudorosos, se fueron acercando por la nave principal, mientras el jefe iba saludando a los mas conocidos. El cura y el sustituto del alcalde, le esperaban sentados en los primeros bancos. Cuando dos horas mas tarde salieron, todos presurosos a sus casas, algunos ocultaban la lividez de sus rostros, en la oscuridad de la noche. Los comentarios, al día siguiente, no se hicieron esperar, volvía otra vez el asesino de la navaja después de diez años, los niños pequeños, obviamente, no sabían de que hablaban y escuchaban con el miedo reflejado en sus ojos.
                       Los mayores recordaban y comentaban, como nunca se encontró al culpable, se acusaron sin piedad unos a otros, en medio de la confusión y el miedo. Cuando pasaron los meses, los detectives se marcharon, de alguna manera tiraron la toalla y quedó un pueblo sumido en la incertidumbre y el caos. Nadie quería volver a pasar por lo mismo otra vez, no querían ser enemigo de su vecino, pero lo había dicho el inspector, un asesinato en las afueras, un desconocido, igual que hace diez años.
                            Empezaron otra vez a murmurar entre ellos y a mirarse con desconfianza, hasta que un mes mas tarde, localizaron al culpable, se entregó influido por un amigo, que quizá no tenía años atrás, no pertenecía a la zona, era un visitante poco asiduo, nadie supo jamás porque lo hizo. Tenía un largo historial médico de clínicas mentales y diagnósticos múltiples y variados según el psiquiatra que lo atendió.
                             En la misa del Domingo, el cura dio la noticia, todos respiraron aliviados. En la última fila, Agustin el tendero sonrío de la forma sardónica y cruel que solía hacerlo... 

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