lunes, 10 de diciembre de 2012

El hombre de rojo.



                                Con paso relajado caminaba por la estrecha vereda nevada. Su amplio cuerpo y su estatura hacían que sus pies se hundieran en el camino, dejando el sendero lleno de su paso. Se notaba a la legua que buscaba algo extraviado, a cada rato paraba y haciendo sombra con una mano en la frente, empequeñecía los ojos y miraba a lo lejos, a derecha e izquierda. Al no encontrar lo buscado, proseguía la caminata.
                             La niña que lo observaba seguía su caminar con interés. Las manitas agarradas a la verja del jardín y el cuerpo oculto entre ramas y arboleda. Su madre, que la miraba a través del cristal empañado de la cocina, cogió un trapo y limpió con afán las huellas del calor, pues la pequeña figura desaparecía  por momentos de su vista.
                                 Cuando la alcanzó a ver de nuevo, la niña seguía en la misma posición, extasiada con el panorama nevado, o al menos eso fue lo que pensó, y sin darle más importancia se entregó de lleno al caldo de Navidad.
                                   Afuera la pequeña esperaba la llegada del hombretón. Por instantes miraba hacia otro lado, cansada de tener la vista fija en un punto, y al volver de nuevo al mismo lugar lo notaba más cerca de ella. En tan sólo unos minutos llegaría a su lado, pensó y entonces podría hablar con él.
                                 En cuanto lo tuvo lo más cerca posible apartó arbustos y plantas dejándose ver, de manera natural y amigable le dirigió la palabra. 
                                  El hombre inmenso dio un respingo al oírla, no esperaba semejante intrusión en su trayecto. Miró a ambos lados intentando averiguar la procedencia de la vocecilla. Una vez que la hubo ubicado, se dirigió a ella. Al mirarlo, la chiquilla lo reconoció de inmediato, era el hombre de todos los años. 
                                   Las preguntas salieron fluidas de su boca y las respuestas del hombre fueron las mismas de siempre. Pero esta vez era diferente, ella tenía lo que él había perdido. La niña sacó del bolsillo de su delantal azul un pequeño paquete y con manos nerviosas, se lo entregó al hombre de rojo. 
                              Al abrirlo vio el mejor de los regalos: la ilusión e inocencia perdida.
                            Con entusiasmo lo metió en el saco que llevaba a la espalda, y acomodando su gorro de borla blanca en la cabeza, prosiguió el camino la  noche de Navidad.

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