sábado, 24 de noviembre de 2012

El reloj.




                                                  Me lo regalaron por mi último cumpleaños, un simpático reloj de mesa con una sonrisa, la base era un muelle que lo hacía moverse si le daba el viento, su sonrisa perenne  y su divertido color amarillo hizo que se convirtiera en mi favorito, lo coloqué en mi mesa de trabajo y cumplía su misión a la perfección.
                               Tenía varios objetos sonrientes, vasos y alguna camiseta, todos del mismo color,
alegres y compartiendo lo que más me gustaba en la vida: sonreír y ver como otros lo hacían. Con el tiempo empecé a darme cuenta de que el reloj siempre atrasaba, al principio fue una hora, según pasaron los días, fueron dos y hasta tres. Tampoco me gustaba la sonrisa que tenía, un tanto irónica y corrosiva, sí, porque otros objetos que tenía, no sonreían así.

                     
                           
                           Por ejemplo mi vaso de café tenía al borde de su risa unos hoyuelos que lo hacían parecer resplandeciente  y gozoso. Así que le empecé a coger manía al reloj, tampoco me gustaban sus ojos ovalados y la palidez de su rostro.
                              Hay objetos que no son para nosotros, algo en nuestro interior nos dice que nos deshagamos de ellos, eso hice con el reloj, sin pensármelo mucho, lo tiré a la basura.

                                     









                                  

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