Recuerdo no con demasiada frecuencia un suceso hilarante que sucedió teniendo yo ocho años. En casa, todos los miembros de mi familia estallaron en carcajadas, todos...menos yo.
Hacía más o menos un mes que nos habían instalado el teléfono, el primero que veíamos tanto los mayores como los niños, estos últimos por descontado no podíamos ni tocarlo. Tampoco teníamos adonde llamar pues pocas personas contaban con ese extraño aparato por esa época, pero mi padre convenció a mi madre de las maravillas y comodidades de la máquina y lo compraron.
Era de color negro, de los primeros que salieron al mercado con la rueda y números en blanco. Mi madre sólo llamaba a diario a Paquito, el señor de la tienda de comestibles de la esquina y aplicadamente le dictaba la compra para que la enviara a casa. Yo la escuchaba desde mi cuarto y pensaba que cuando fuera mayor haría lo mismo.
El día que mi madre apurada con mi hermana pequeña en brazos y visita en casa, me quiso dar una oportunidad y me dio la lista de la compra para que yo llamara, creí que me moría.
¿Me consideraba tan mayor? Sentí como enrojecía y con sumo cuidado y sintiéndome observada por todos, levanté el teléfono y sin marcar murmuré: Paquitoo...
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