Jaime se acercó a la niña y hundió la nariz en su blusa almidonada, ella empezó con un alegre gorgojeo que a su padre le encantaba escuchar. Cuando vio que la madre entraba en la habitación, la volvió a dejar con cuidado en la cuna, encendió la luz de sueño como la llamaba y salió presuroso del cuarto.
Camilla caminó delante suyo, bajó las escaleras despacio y entró en la cocina. Él la siguió sentándose en la mesa de Ikea, recordó cuando la compraron y escuchó las risas de ella mientras él intentaba armarla. Siempre le decía que debía hacer un curso de bricolage, que lo suyo era estar las veinticuatro horas del día ante un ordenador.
Pero esos recuerdos ya pertenecían al pasado, con rapidez volvió a la triste realidad. Y esa realidad consistía ahora mismo en entregarle el papel que llevaba encima y que hablaba de divorcio. Camilla se lo había pedido hacía ya tiempo, pero él no encontró fuerzas para empezar con los trámites hasta la semana pasada.
Lo que pasó entre los dos, ambos lo ignoraban, ella hablaba de desamor pero Jaime no lo veía de esa manera, cada vez que entraba en esa casa sentía la sensación cálida de su presencia y sin querer los ojos decían de sus sentimientos. Lo distrajo de sus recuerdos la voz de Camilla, que le preguntaba por el trabajo y si había visto a sus padres ultimamente.
Le respondió de manera automática, —si, están todos bien.
Ella siguió preparando el pastel que tenía a medio. Sonó el timbre de la puerta y Camilla, limpiándose las manos en el delantal, fue a abrir. Supo quien era casi antes de que ella entrara. El perfume que la precedía era siempre el mismo, dulce y elegante. La madre de Camilla era así, siempre de punta en blanco. El pelo en su sitio y el maquillaje perfecto. Hoy vestía un traje de chaqueta beige, de cuero, la blusa parecía más bien un bañador de lo escotada, y un ligero collar de perlas adornaba su cuello.
Con una exclamación de asombro se acercó y le dio un beso, medio en la boca y medio en la mejilla, siempre le molestó esa forma de besar, pero en los nueve años que llevaba de relación con su hija, ya estaba acostumbrado. Se sentó frente a él y le pidió un vino a Camilla. Como siempre hacía, empezó a contar chismes de personas conocidas. Sonó el clok de la botella de vino al descorcharla y tomó un sorbo de la enorme copa que Camilla puso en la mesa.
Era elegante hasta para coger la copa y beber, me fijé en sus uñas cortas y pintadas de oscuro, las manos blancas y sin manchas. Desde luego se notaba la falta de trabajos manuales, había nacido para que tener gente que hiciera las cosas por ella.
El día en que la acompañé a su casa y acabé con ella en la cama, supe que entre mi mujer y yo se había levantado un muro demasiado alto, poder saltarlo sería imposible.
Camilla caminó delante suyo, bajó las escaleras despacio y entró en la cocina. Él la siguió sentándose en la mesa de Ikea, recordó cuando la compraron y escuchó las risas de ella mientras él intentaba armarla. Siempre le decía que debía hacer un curso de bricolage, que lo suyo era estar las veinticuatro horas del día ante un ordenador.
Pero esos recuerdos ya pertenecían al pasado, con rapidez volvió a la triste realidad. Y esa realidad consistía ahora mismo en entregarle el papel que llevaba encima y que hablaba de divorcio. Camilla se lo había pedido hacía ya tiempo, pero él no encontró fuerzas para empezar con los trámites hasta la semana pasada.
Lo que pasó entre los dos, ambos lo ignoraban, ella hablaba de desamor pero Jaime no lo veía de esa manera, cada vez que entraba en esa casa sentía la sensación cálida de su presencia y sin querer los ojos decían de sus sentimientos. Lo distrajo de sus recuerdos la voz de Camilla, que le preguntaba por el trabajo y si había visto a sus padres ultimamente.
Le respondió de manera automática, —si, están todos bien.
Ella siguió preparando el pastel que tenía a medio. Sonó el timbre de la puerta y Camilla, limpiándose las manos en el delantal, fue a abrir. Supo quien era casi antes de que ella entrara. El perfume que la precedía era siempre el mismo, dulce y elegante. La madre de Camilla era así, siempre de punta en blanco. El pelo en su sitio y el maquillaje perfecto. Hoy vestía un traje de chaqueta beige, de cuero, la blusa parecía más bien un bañador de lo escotada, y un ligero collar de perlas adornaba su cuello.
Con una exclamación de asombro se acercó y le dio un beso, medio en la boca y medio en la mejilla, siempre le molestó esa forma de besar, pero en los nueve años que llevaba de relación con su hija, ya estaba acostumbrado. Se sentó frente a él y le pidió un vino a Camilla. Como siempre hacía, empezó a contar chismes de personas conocidas. Sonó el clok de la botella de vino al descorcharla y tomó un sorbo de la enorme copa que Camilla puso en la mesa.
Era elegante hasta para coger la copa y beber, me fijé en sus uñas cortas y pintadas de oscuro, las manos blancas y sin manchas. Desde luego se notaba la falta de trabajos manuales, había nacido para que tener gente que hiciera las cosas por ella.
El día en que la acompañé a su casa y acabé con ella en la cama, supe que entre mi mujer y yo se había levantado un muro demasiado alto, poder saltarlo sería imposible.
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