Entré con curiosidad en la vieja librería, la puerta de cristal chirrió con desgana y me vi inmersa en un antiguo modo de vida. El librero parecía de siglos atrás, lo salvaba el ordenador que manejaba con lentitud. No levantó la cabeza del teclado ni se dio por aludido de mi presencia absorto como estaba en el trabajo.
Atravesé varias estanterías de madera oscura, me sorprendió que se mantuvieran limpias y los libros bien ordenados. Las etiquetas nuevas hacían fácil encontrar lo que buscaba. Era un local enorme, se notaba que tiempo atrás fue la casa de alguien, una pequeña cocina al fondo y la puerta de un baño, me lo hizo pensar.
De la cocina se expandía por toda la tienda el olor de café recién hecho, alguien tostaba pan y la boca se me hizo agua. Al pronto y como una aparición, una mujer salió mientras llamaba a su padre, me pidió disculpas por el grito y como lo más natural, me invitó a un café.
Nos sentamos los tres en la cocina alrededor de una mesa cubierta con un bonito mantel de lino. Eran padre e hija, vistos así de cerca, ni el padre parecía tan mayor ni ella tan joven como pensé al principio.
El desayuno se demoró casi una hora y en ese tiempo les conté parte de mi vida y ellos de la suya. Luisa, que así se llamaba la chica puso otra cafetera al fuego y tres tostadas más.
Vivían en un apartamento en lo alto del local, lo compró el padre de Jaime, que así se llamaba el librero, hacía ya muchos años; se notaba que los dos formaban un pequeño mundo aislado del resto. Ella se encargaba de la casa y de mantener la librería en condiciones, era una lectora ávida y el tiempo que tenía libre lo dedicaba a ello, su padre hacía lo mismo.
Yo, por mi parte les dije que aunque mi casa estaba lejos de esa zona, solía ir con frecuencia, ya que la parte antigua de la ciudad me fascinaba. Empezaron a entrar clientes y Jaime abandonó el desayuno, me quedé sola con Luisa a la que miraba entusiasmada ya que desprendía una energía tan vital que atrapaba al que estuviera a su lado.
La librería del barrio antiguo se convirtió en una especie de peregrinaje, según fue pasando el tiempo, me di cuenta que dos de mis mejores amigos, los había había hecho allí.
De la cocina se expandía por toda la tienda el olor de café recién hecho, alguien tostaba pan y la boca se me hizo agua. Al pronto y como una aparición, una mujer salió mientras llamaba a su padre, me pidió disculpas por el grito y como lo más natural, me invitó a un café.
Nos sentamos los tres en la cocina alrededor de una mesa cubierta con un bonito mantel de lino. Eran padre e hija, vistos así de cerca, ni el padre parecía tan mayor ni ella tan joven como pensé al principio.
El desayuno se demoró casi una hora y en ese tiempo les conté parte de mi vida y ellos de la suya. Luisa, que así se llamaba la chica puso otra cafetera al fuego y tres tostadas más.
Vivían en un apartamento en lo alto del local, lo compró el padre de Jaime, que así se llamaba el librero, hacía ya muchos años; se notaba que los dos formaban un pequeño mundo aislado del resto. Ella se encargaba de la casa y de mantener la librería en condiciones, era una lectora ávida y el tiempo que tenía libre lo dedicaba a ello, su padre hacía lo mismo.
Yo, por mi parte les dije que aunque mi casa estaba lejos de esa zona, solía ir con frecuencia, ya que la parte antigua de la ciudad me fascinaba. Empezaron a entrar clientes y Jaime abandonó el desayuno, me quedé sola con Luisa a la que miraba entusiasmada ya que desprendía una energía tan vital que atrapaba al que estuviera a su lado.
La librería del barrio antiguo se convirtió en una especie de peregrinaje, según fue pasando el tiempo, me di cuenta que dos de mis mejores amigos, los había había hecho allí.
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