miércoles, 24 de agosto de 2011

Maltratar es de cobardes.

                                       No tenía ningún significado ese tipo de actuación, convertirse de repente en un energúmeno, era algo habitual en él. En casa ya estábamos acostumbrados, vivíamos a expensas de como se levantara de la cama. Habían días, no muchos, en que despertaba y era la mejor persona del mundo, entonces sabíamos que durante al menos un rato habría tranquilidad. 
                                Sólo un rato, pues cualquier inconveniente o cualquier actitud que no le pareciera correcta, según entendía la corrección, era el desencadenante de empezar con gritos e insultos. La que llevaba la peor parte era mi madre, con ella se ensañaba, le pegaba por la menor tontería, era muy cruel.
                                  Siempre le dije a mi madre que cuando yo fuera de su tamaño, se acabarían sus pesadillas. Así que según tuve la edad, me apunté en un gimnasio, cuando mis hermanos crecieron, también los anoté a ellos. 
                                    Y ya había llegado el día de tomar decisiones. Nos reunimos los tres en la casa del valle, la que usábamos para pasar el verano. Cuando hablé con mis hermanos, los dos estuvieron de acuerdo con el plan que tenía en mente. La cuestión era invitarlo a una cacería y en ese lugar matarlo de un golpe en la cabeza. En la zona que elegimos, cavamos un hoyo lo bastante profundo y largo, como para albergar un cuerpo. Después al día siguiente le propuse la idea. Aceptó encantado y nos fuimos una semana más tarde.
                                      No fue nada difícil, murió en el acto. Volvimos a casa y le dijimos a mi madre que se había marchado con una mujer a la que no conocíamos. Lo hizo tantas veces, que a ella no le pareció extraño.
                                        Nosotros, los cuatro, supimos lo que era la paz a partir de ese día. 
                                 

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