viernes, 25 de marzo de 2011

Una carta horrible.


            Empezó el día de una manera un tanto inusual, pues llegó una carta en la que decía que había heredado una casa de una parienta lejana de la que no sabía ni que existía. Mi madre si recordaba a una tía-abuela por parte de mi padre, pero al haber fallecido este hacía ya tiempo y no poder informarnos, lo que me quedaba era acudir a la cita que me decía la misiva.
             Así que una semana después, me fui a la ciudad en donde se me indicaba y a la dirección del notario. Dos horas más tarde, salí millonaria y con una mansión en un pueblo desconocido, me temblaba el cuerpo de la emoción, casi no lo podía creer.
            A la semana, me decidí a ir a ver mi nueva casa, de la que no conocía ni siquiera la dirección. El pueblo quedaba a seis horas de camino. Hice unas cuantas paradas y llegué sin dificultad, aunque salí temprano, al ser tan larga la distancia, llegué al atardecer, pregunté a un par de personas y al rato estaba en el camino que llevaba a mi nueva propiedad. 
                             Era lógico que estuviera tan mal cuidado, cavilé mientras el coche saltaba baches y un sendero de tierra seca y por el que no parecía que hubiera pasado nadie en mucho tiempo. La vereda daba la vuelta a la casa, el trayecto era largo y me tomó un buen rato hacerlo. Pero una vez que hube llegado de nuevo a la puerta de entrada, bajé del coche dispuesta a entrar en la casona.
                             Por fuera, no se veía mal cuidada, había que ver como era el interior. Saqué el tocho de llaves que me había dado el notario y fui probando hasta lograr atinar con la adecuada, la enorme puerta cedió y pasé dentro.
                              Como tenía que ser, olor a moho y a humedad me hicieron dar un paso atrás, oscuridad en lo que supuse sería el recibidor, para mi sorpresa, al darle a la luz, aquella se encendió. Las lamparas de la casa eran arañas a cada cual más antigua y grande, el sitio lo pedía, pues lo que estaba viendo eran dos hermosos e inmensos salones. Empecé a caminar tranquilamente, habían dejado los muebles cubiertos de sábanas, lo que daba al lugar un aspecto un tanto siniestro.
                                      En la entrada, una mesita, una carta cerrada que cogí por pura inercia. Mientras seguía el paseo, iba abriendo la carta, nunca supe quien la escribió ni quise saberlo, sólo se que decía,  " bajo tus pies, hay un cementerio."

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