Marta salió temprano, mochila al hombro y botella helada de agua en la mano. Cerró la verja del jardín tras de sí y cruzando el paso de peatones accedió a la cercana parada de guagua en donde se sentó mientras sacaba un aplastado paquete de cigarrillos de los vaqueros.
Pensó una vez más en lo que iba a hacer a pesar de que ya tenía la decisión tomada, tenía bien claro que no quería seguir viviendo entre miseria y miserables.
La guagua llegó en ese momento sacándola de sus cavilaciones, aplastó el cigarrillo y subió. Se sentó detrás del conductor, al lado de una señora que llevaba un carrito de la compra, seguro que iba al mercado pensó, era lunes y la gente del lugar solía ir a buscar los productos frescos. Al fondo se escuchaba la algarabía de voces de jóvenes de su edad, todavía no la habían visto ya que la gente que iba de pie la ocultaba de sus miradas, pero en cuanto se dieran cuenta empezarían a molestarla. Sacó los cascos de la mochila y se los colocó, disimularía que no los oía con la música.
Se bajó al llegar cerca de la playa, tendría que caminar un rato, Yazmina vivía en una barriada en donde la guagua no llegaba. Empezó a subir la empinada cuesta, el sol estaba fuerte y haciendo aspavientos para no dejar de caminar, se quitó el jersey.
Según se acercaba al poblado de chabolas surgieron a su alrededor los vendedores de drogas. Disimulaban pegados a los coches, bebiendo cerveza y fumando cigarros. Apartados entre sí, cada cual tenía su pequeña zona y ninguno osaba invadir la del otro. En cuanto se acercaba un coche, conocían las matrículas, sabían a quien buscaba y el vendedor se acercaba con rapidez.
Marta pasó entre ellos sin saludar a nadie a pesar de que los conocía a todos de vista, la barbilla alta y mirando al frente, en seguida surgieron los chistosos, — !eh! mírala a ella, ¿que te pasa pelirroja?, ¿te crees mejor que nosotros?, !orgullosa!. Y seguida por sus actitudes frustradas y sus vidas de fracaso y desgracia, caminó si cabe más deprisa hasta llegar a la casa de su amiga.
Yazmina la esperaba con la puerta abierta, el más pequeño de sus hijos a horcajadas y siempre aquella sonrisa que inspiraba determinación y ánimo.
— !Tía, como vienes, pero si estás empapada!.
—¿Te parece poco el calor que hace fuera?.
— Anda, entra, pasa al patio que estarás más fresca.
La casa de Yazmina era de las pocas que parecía "de verdad"; terrera, cuatro dormitorios y dos baños, el patio era hermoso, lleno de azulejos hasta el techo y al descubierto, se veía el cielo, en un lado un toldo aislaba del calor la mesa y sillas que se encontraban debajo. Me trajo una cerveza bien fría y puso el ventilador de la esquina, al rato empecé a encontrarme mejor.
Estuvimos unos minutos sin hablar, después Yazmina dijo, — entonces estás dispuesta a marcharte.
— Claro —, le respondí en voz baja, acuciada por pensamientos inoportunos—, no puedo imaginar ni por un momento seguir viviendo de la misma manera que hasta ahora.
—En la habitación de los niños está Juan, el hombre del que te hablé, le dí la foto, no hace falta sino que le entregues el dinero y empezará a maquillarte, el carnet y pasaporte lo tiene listo.
— Aquí lo traigo —, dijo Marta en baja voz mientras abría la mochila.
— Lo tienes claro —, respondió Yazmina y más que una pregunta fue una afirmación, se les llenaron los ojos de lágrimas y un fuerte abrazo entre las dos las hizo volver a la realidad, tenían que apoyarse en la fortaleza de la otra.
Dos horas después, cuando Marta salió de la casa, nadie la hubiera reconocido. La esperaba un coche en la puerta, estaba planeado hacía ya tiempo y todos sabían pero a nadie se le ocurriría decir ni una palabra, el dinero y las normas imperaban en su grupo social.
En el aeropuerto nadie se fijó en ella, el cambio era significativo, formaba parte de esas personas en las que nadie se fija porque no tienen nada de especial, personas grises y sin rostro. El amigo de Yazmina había hecho un buen trabajo.
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