martes, 19 de junio de 2012

En la playa..


                                   Unos granos de arena se apropiaron de su pierna derecha y sacudió sin entusiasmo a los invasores. Sentada frente al mar, miraba con desidia el paisaje olvidado, pues la playa  estaba casi vacía a pesar del calor, pero era invierno y las gentes del lugar no acudían.
                          Sacó del bolso un paquete de cigarros y con irreverente parsimonia, trabó uno en sus dientes y después de unos crueles segundos, atrapándolo con los labios, lo encendió. Aspiró el humo tan despacio, que la persona que la llevaba mirando hacía un buen rato, pensó que se ahogaría, pero al expelerlo, el leve entrecerrar de los ojos y la boca entreabierta, denotó que lo hacía por puro placer.
                        Cambió de postura en la toalla y fue un auténtico alarde de sensualidad, piernas, caderas, cuello y brazos en un baile lento e inaccesible para extraños. El observador la seguía, hechizado por sus movimientos, eran unos ojos que no veían en ella lo que percibían los demás, tenían una mirada de triste abandono y alejamiento.
Cuando se levantó para ir a bañarse, el contoneo sin quererlo fue el colmo de la gracia y la naturalidad.                                                
                             No tenía un cuerpo diez, ni siquiera ocho, pero algo atraía la mirada de aquellos ojos que por momentos se convertían en duros y afilados glaciares, era como si sintiera que aquella mujer le pertenecía y debería estar junto a él.
                       Salió del agua con el pelo mojado y el cuerpo agradecido fuera de él todo rastro de calor.
                     Y entonces, ella lo miró y lo contempló condescendiente, su mirada se desvío rapidamente pero pudo ver sus ojos duros e implacables y acercándose a él y poniéndose en cuclillas le dijo:
               
                               —!Ay! hijo, me había despistado, ¿quieres que vayamos a la orilla para hacer un castillo de arena?

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