martes, 20 de diciembre de 2011

La sirena.

                                               Acariciando la sombra de su cuerpo pasó con rapidez el rayo de sol. Con sutileza se posó en sus hombros y luego siguió su camino, pero aquel calor tenue y delicado la hizo estremecerse por un instante. 
                                Se levantó de la toalla y caminó hacia la orilla. El contoneo grácil y etéreo, hizo que muchas miradas la acompañaran. Ojos ávidos, ardientes, complacidos y sudorosos siguieron sus huellas en la arena.
                                     Ella permanecía ajena a los ojos que temblaban  de dicha al verla caminar, simplemente entró en el agua con un estremecimiento ligero.
                                      Dio unos pasos y empujó con gracia una ola. Ésta, haciendo caso omiso al pie que intentaba impulsarla hacia otro lado, se convirtió en un cúmulo algodonoso e invadió el cuerpo que la provocaba.  Unos pasos más adentro, el agua llegando casi a su pecho, sumergió una de sus manos y con avidez, pasó la lengua por ella, pareció que la sal de la que se nutría era lo que esperaba, porque repitió el gesto de nuevo.
                           Arriba, en la arena, los hombres que esperaban la salida de la diosa, suspiraron agradecidos de tener ojos para ver.
                                      En unos minutos, ella se metió de cabeza en el agua, al poco salió, brillante el pelo y la piel. Multiplicó varias veces lo mismo, los ojos de la playa la seguían con fervor, sabían que   buscaba algo. Algo que encontró, porque dando un salto de gigante, se sumergió de nuevo hasta el fondo.
                                      Lo último que se vio de ella...fue su inmensa cola plateada.









                                                                                       

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