La señora del risco bajaba a la panadería cercana y el clinc, clinc del cascabel del perro dejó una estela de alegrías a su paso. En alguna vivienda de la calle alguien se quejaba en sueños, la voz repetitiva y sin sentido no cesó hasta que el día empezó a clarear. Las cinco.
Un coche pisó la tapa de una alcantarilla oyéndose el clásico clac-clac. Ya cerca del alba empezaron los sonidos familiares de las guaguas, mientras un olor a pan recién horneado invadía los sentidos. Las seis.
Escribía sentada ante el ordenador, concentración en su mente y en su cuerpo mientras un tic que la acompañó toda su vida la hacía mover con furia su pierna izquierda. Al rato paró de teclear, las aletas de su nariz se dilataron y casi pudo saborear el olor a café de la cafetería de la esquina. Las siete.
Se desperezó lentamente y salió de nuevo a la terraza a mirar las estrellas que al poco desaparecerían. El ruido grave de un motor cercano hizo que frunciera el entrecejo disgustada.
Una leve línea en el horizonte le dijo que el amanecer estaba cerca, sintió la pena de la noche acabada, pero también sintió la alegría de saber que mañana... volvería de nuevo.
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