La voz que desgarraba con pasión el viento era una voz desconocida. Seguí con precaución el hálito de vida que inspiraba hasta dar con ella. Lavaba ropa en la acequia mientras de su garganta salía aquella intensidad de sensaciones. Me mantuve quieto tras los arbustos, su cuerpo se movía al compás de la canción; la extraña postura de rodillas flexionadas no era la habitual de las lavanderas.
A partir de ese día y sin que ella lo supiera teníamos una cita diaria. La veía venir desde lejos sus caderas indecisas bajo el peso de la cesta, entonces me ocultaba hasta que ella empezaba la tarea. Salía entonces con cuidado de no ser visto, lo que era casi imposible pues estaba de espaldas a mí.
Conocía al detalle su cintura vibrante bajo el movimiento y el cruel encorvamiento del cuello. Llevaba siempre la misma ropa, un vestido color caramelo y un delantal, el pelo recogido en un moño dejaba caer algunos rizos.
Era una mujer joven pero no conocí jamás su cara ni el tamaño de su pecho, lo único que supe siempre es que Mariana, la lavandera, fue mi primer amor.
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