Me senté en el parque de Santa Catalina a tomarme una cerveza, el intenso calor del verano parecía no tener fin. Cuando llegaba el invierno en mi país, me mudaba a Las Palmas, descubrí la isla por medio de unos amigos y simplemente, me enamoró. No se si fue el clima o el cosmopolismo del lugar, lo cierto es que año tras año, esperaba con impaciencia el momento de volver.
Con el tiempo me compré un pequeño apartamento, lo mantenía cerrado en los meses de verano, pero en los inviernos volvía de nuevo. Al jubilarme, me trasladé definitivamente.
La primera vez que la vi, me quedé sorprendido. De edad indefinida y vestida como de carnavales paseaba por el parque sintiéndose dueña y señora. Iba siempre rodeada por un séquito de gatos que la seguían mansamente y se dirigía a la gente vendiendo fósforos y chicles.
La llamaban Lolita Pluma, el porqué de ese apelativo, creo que ni ella lo sabía, pero así era, los isleños la trataban con cariño y respeto, participaban de sus bromas y chistes, le compraban sus productos y ella lo agradecía bromeando con ellos.
La voz desgastada hablaba de tiempos oscuros, pero la sonrisa se mantenía firme en una boca perfilada con mano temblorosa, de rojo.
Lolita Pluma dejó en la ciudad un rastro de frescura y alegría, hoy día sólo queda de ella, una bella estatua de bronce
La llamaban Lolita Pluma, el porqué de ese apelativo, creo que ni ella lo sabía, pero así era, los isleños la trataban con cariño y respeto, participaban de sus bromas y chistes, le compraban sus productos y ella lo agradecía bromeando con ellos.
La voz desgastada hablaba de tiempos oscuros, pero la sonrisa se mantenía firme en una boca perfilada con mano temblorosa, de rojo.
Lolita Pluma dejó en la ciudad un rastro de frescura y alegría, hoy día sólo queda de ella, una bella estatua de bronce
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