Su actitud tuvo graves consecuencias, para empezar, la custodia de los hijos se la dieron al padre y la pérdida del trabajo supuso lo peor. Nunca fue muy madrera y los chicos eran grandes, tampoco les dedicó demasiado tiempo y su marido siempre tuvo buena relación con ellos.
Pero la falta de trabajo era un problema, estaba acostumbrada a tenerlo todo y ahora se veía sin nada.
Ella tenía claro que el dinero que cogió lo iba a devolver en cuanto pudiera, cuando fue a juicio pensó que ya se camelaría al juez con mohines y unas cuantas lágrimas, pero le tocó una juez que fue inflexible. Cuando la vio entrar en la sala, supo que no tenía nada que hacer, una mujer de mediana edad con dos o tres dedos de canas y un leve rastro de vello en el labio superior decía mucho de su forma de ser, si no se preocupaba de su físico, se preocuparía de otras cosas.
Y vaya si se preocupó. Le dio la razón en casi todo a su marido, a ella le dijo con condescendencia que no iría a prisión por no tener antecedentes y como la suerte ya estaba echada, le dedicó una sonrisa malévola. Pero no se dio por enterada, dictó sentencia y se marchó.
Bueno al menos le dejó el coche pequeño; salió del juzgado y fue a tomar algo al bar de enfrente. Y allí estaba ella, la mujer del bigote que le había fastidiado la vida.
Se sentó a su lado sin saber el porqué tuvo semejante ocurrencia. Hablaba animadamente con unos hombres enchaquetados. El lleno del local era absoluto y parecía como si a todo el personal se le hubiera ocurrido ir a almorzar a la vez.
Subió a propósito la voz cuando pidió una cerveza, la juez la miró sin conocerla. O no se dio por enterada, o realmente no se había percatado de quien era. Un rato después, Lucía le pidió la hora, ella la miró un poco más de lo necesario y le contestó. Volvió a la misma hora al día siguiente y al otro. La jueza siempre en el mismo lugar de la barra, charlando de pie con más gente.
Una semana estuvo yendo a diario al bar y un día decidió esperarla a la salida. No sabía que era lo que quería conseguir con esa extraña conducta, pero algo le impelía a actuar de esa manera.
Salió a las tres en punto, se notaba que era una persona de rutinas. Subió a un coche de lujo azul oscuro, Lucía la siguió dejando dos coches por medio. Cogió la autovía y media hora más tarde dobló por una pequeña carretera, dos o tres kilómetros después aparcó frente a una casa de campo.
Lucía siguió el camino y unos metros más allá aparcó. Desandó el camino hasta ver de nuevo la casona; de enormes dimensiones y pintada de blanco con tejas oscuras, se notaba que la cuidaban con esmero, las ventanas del piso alto eran de un brillante color verde, las de abajo estaban a medio pintar, al lado de una de ellas se encontraban los útiles de pintura.
Se recreó con crueldad mientras miraba la casa de la mujer que con unas pocas palabras había destruído su forma de vida, por momentos sintió un odio tan intenso que se sorprendió de si misma. En ese momento la jueza salió.
Le costó reconocerla, había cambiado el oscuro traje de chaqueta por unos cortos pantaloncitos blancos, una camisa de tirantes dejaba ver parte de su pecho. Pensó que era como mirar a una persona distinta. El pelo que solía llevar recogido en un apretado moño, lo había dejado libre; era de un tono cobrizo, formando ondas alrededor de su cara.
No vio por ninguna parte las canas ni el bigote, pensó que la rabia le había jugado una mala pasada. De repente la pintora se dio la vuelta con rapidez y la vio. En vez de enfadarse al descubrirla, sonrió ampliamente y le preguntó si buscaba a alguien. Al verse sorprendida Lucía sólo acertó a decir que estaba perdida.
En poco más de media hora había hecho una amiga, las dos sentadas en el porche saboreando una copa de vino. Entonces se oyó una voz inflexible proveniente de la casa, la reconoció al instante.
Su nueva amiga sólo comentó: "es mi hermana melliza, ¿quieres comer con nosotras ?"
Y vaya si se preocupó. Le dio la razón en casi todo a su marido, a ella le dijo con condescendencia que no iría a prisión por no tener antecedentes y como la suerte ya estaba echada, le dedicó una sonrisa malévola. Pero no se dio por enterada, dictó sentencia y se marchó.
Bueno al menos le dejó el coche pequeño; salió del juzgado y fue a tomar algo al bar de enfrente. Y allí estaba ella, la mujer del bigote que le había fastidiado la vida.
Se sentó a su lado sin saber el porqué tuvo semejante ocurrencia. Hablaba animadamente con unos hombres enchaquetados. El lleno del local era absoluto y parecía como si a todo el personal se le hubiera ocurrido ir a almorzar a la vez.
Subió a propósito la voz cuando pidió una cerveza, la juez la miró sin conocerla. O no se dio por enterada, o realmente no se había percatado de quien era. Un rato después, Lucía le pidió la hora, ella la miró un poco más de lo necesario y le contestó. Volvió a la misma hora al día siguiente y al otro. La jueza siempre en el mismo lugar de la barra, charlando de pie con más gente.
Una semana estuvo yendo a diario al bar y un día decidió esperarla a la salida. No sabía que era lo que quería conseguir con esa extraña conducta, pero algo le impelía a actuar de esa manera.
Salió a las tres en punto, se notaba que era una persona de rutinas. Subió a un coche de lujo azul oscuro, Lucía la siguió dejando dos coches por medio. Cogió la autovía y media hora más tarde dobló por una pequeña carretera, dos o tres kilómetros después aparcó frente a una casa de campo.
Lucía siguió el camino y unos metros más allá aparcó. Desandó el camino hasta ver de nuevo la casona; de enormes dimensiones y pintada de blanco con tejas oscuras, se notaba que la cuidaban con esmero, las ventanas del piso alto eran de un brillante color verde, las de abajo estaban a medio pintar, al lado de una de ellas se encontraban los útiles de pintura.
Se recreó con crueldad mientras miraba la casa de la mujer que con unas pocas palabras había destruído su forma de vida, por momentos sintió un odio tan intenso que se sorprendió de si misma. En ese momento la jueza salió.
Le costó reconocerla, había cambiado el oscuro traje de chaqueta por unos cortos pantaloncitos blancos, una camisa de tirantes dejaba ver parte de su pecho. Pensó que era como mirar a una persona distinta. El pelo que solía llevar recogido en un apretado moño, lo había dejado libre; era de un tono cobrizo, formando ondas alrededor de su cara.
No vio por ninguna parte las canas ni el bigote, pensó que la rabia le había jugado una mala pasada. De repente la pintora se dio la vuelta con rapidez y la vio. En vez de enfadarse al descubrirla, sonrió ampliamente y le preguntó si buscaba a alguien. Al verse sorprendida Lucía sólo acertó a decir que estaba perdida.
En poco más de media hora había hecho una amiga, las dos sentadas en el porche saboreando una copa de vino. Entonces se oyó una voz inflexible proveniente de la casa, la reconoció al instante.
Su nueva amiga sólo comentó: "es mi hermana melliza, ¿quieres comer con nosotras ?"
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Hola, gracias por dejar sus comentarios, prometo contestar a todos. Besos, Maca.