miércoles, 11 de mayo de 2011

De vuelta a casa.


           Vagueando y encantadas de no tener nada que hacer, yacíamos tumbadas sobre la fresca hierba del prado. La mañana se esforzaba en impedir la aparición del atardecer, pero era inútil, pues la caída del sol se vislumbraba tras las montañas, dejando sumida a toda la zona en un perfecto prisma de tonos amarillos y rosados, en los que tanto a mi hermana como a mí nos tenían absolutamente hechizadas. 
         Cuando ya la oscuridad empezó a hacer lentamente su aparición, nos levantamos con desgana, caminando lo desandado hacia nuestra casa. Vivíamos en un pequeño pueblo rodeado de montañas, bosques y prados, un poco más alejado, había un río en donde nos bañábamos los días de calor de los veranos. Desde siempre supimos lo que era estar en íntimo contacto con la naturaleza.
           Pero crecimos, fuimos a la universidad, aprendimos lo que era vivir en una ciudad grande, supimos en poco tiempo cosas que jamás imaginamos y nos adaptamos tan rápido que al poco nadie podría decir que chicas de pueblo.
                Cuando volvimos a casa, habían pasado tantos años que ya ni recordábamos la última vez que estuvimos allí, no había dinero para ir a cada momento como hacían otras compañeras, ahora éramos mujeres y cuando nos marchamos, sólo dos adolescentes.
                   Yo, estudié derecho y mi hermana medicina. Nuestra llegada supuso en mi casa casi una fiesta y en el pueblo, otro tanto. 
                       Todo estaba igual, los ojos que lo veían, eran los que habían cambiado. El encuentro con mis padres y mis hermanos pequeños fue de lo más emotivo, saludamos efusivamente a los vecinos cercanos y por la tarde, paseamos por el pueblo.
                             Alrededor de la casa de mis padres, el mismo jardín y las mismas violetas, más allá, los enormes ramos de romero y lavanda, seguían ocupando su lugar habitual. Al día siguiente, mi hermana y yo, fuimos al prado, era lo que más echábamos de menos, como antaño, nos pusimos pantalones cortos y camisetas holgadas, y como antaño, dejamos que la tarde se nos echara encima para poder sentir el suave inicio del anochecer.
                               Mordisqueamos la yerba descuidadamente y recibimos con entusiasmo los últimos rayos del sol, tumbadas sobre el césped verdioscuro, miramos hacia las montañas que tan bien conocíamos, los tonos violáceos se apoderaban de ellas, mientras de común acuerdo nos pusimos en marcha hacia nuestra casa. De vuelta, comentamos como todo seguía igual, pero todo era tan distinto.

                               
                                    
     

           

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