sábado, 27 de noviembre de 2010

EN MI CASA, NO.

                Las lágrimas fluyeron de mis ojos cuando mi marido y mis hijos salieron de casa. Nuestras conversaciones, de por sí, no solían ser nunca demasiado gratificantes, pero esta fue en exceso triste y deprimente. Me asomé al espejo del salón y observé mi rostro, el paso del tiempo, la huella de los años, habían sido implacables con él, aquel óvalo definido del ayer, aquellas mejillas altas y el cuello, que de tan terso llamaba la atención, no había rastro, lo que ellos llamaban dejadez y falta de interés en el arreglo, no era otra cosa que el envejecimiento.
                  No se inmiscuyeron con mi cuerpo, al que los años, sin pedírselo, regalaron, un día cualquiera, kilos de más. Les parecía mal que saliera tanto, pero si estaba varias semanas sin salir, también lo criticaban, era un no dejar vivir. Pero yo tenía mis cosas claras, lo que no quería decir que me hiciera daño escucharlos, así que intenté olvidar sus estúpidas palabras y seguir mi vida.
                      Mi mayor ilusión, era la lectura, para no encontrar estorbos en casa, me acostumbré a ir a un parque cercano, entre árboles y césped encontré la paz necesaria para concentrarme en lo que tanta satisfacción me daba. Conocí así a varias personas, que, como yo, gustaban de salir de casa para regodearse con el placer de leer al aire libre. El hecho de recibir críticas en mi casa, hizo que en el fondo, aprendiera a buscar por mi misma otros lugares que me proporcionaban mayor alegría, la vida nos pone ese tipo de pruebas, lo que no encuentras en un lugar, búscalo en otro.  

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