jueves, 25 de noviembre de 2010

                   El sillón de orejas, con unos sucios macasares de macramé, era el centro de la pequeña habitación, pues enfrente se hallaba un antiguo televisor y a los lados, unos muebles de formica, de esos que ya no se veían ni en los mercadillos. Los dos policías, se cercaron educadamente, después de tocar a la puerta y en vista de que la señora no hacía visos de dejarlos pasar, se adelantaron y comentaron algo así como le importa que nos sentemos, a lo que ella respondio un claro que no, porque me iba a importar. Entre ellos intercambiaron unas miradas y después de tomar asiento en las incómodas sillas frente a ella, la mujer, de bonito pelo rubio, le preguntó si sabía en donde se encontraba su hijo.
                      Era una mujer rara, la cara picada de viruela y tan delgada que asustaba, la ropa sucia, y una mirada extraviada, no miraba de frente, sino  hacia el suelo, como si tuviera miedo o algo que ocultar.  De pronto, miró al hombre policía, se debería sentir mas cómoda con él y de sopetón le dijo mi hijo hace un año que no viene por aquí. 
                   Con suavidad le contestó que lo habían visto en el pueblo hacía unos días y sus huellas estaban en un coche robado y abandonado. Yo no se nada de eso, dijo ella y se levantó, como abandonando la conversación. 
                    Abandonaron la casa. Supieron que mentía. El hijo estaba allí. Siempre lo había protegido.
                  Sólo pasó una semana para que una vecina la encontrara muerta en su casa, estaba claro que tenía que ser así.  

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