domingo, 16 de octubre de 2011

La cueva.

                                       Me mantuve quieta en mi escondite mientras oía los pasos de mis perseguidores. Las heridas de los pies eran tan dolorosas que casi no los sentía y en una de las caídas me hice un corte sangrante en la frente, por lo que cuando el líquido llegaba a los ojos lo apartaba con furia.
                               Temblaba de arriba a abajo, no podía controlar los escalofríos que hacían mover de aquella manera mi cuerpo. Pero sabía que la ciudad estaba cerca y ellos no me encontrarían en la guarida que sólo conocíamos los niños del pueblo.
                                    Me permití unos minutos de descanso cuando dejé de oír sus pisadas, pensé que a lo mejor habían desistido la búsqueda. Recordé como había empezado esta persecución sin sentido, sólo fue hace dos días, pero me parecía un año.
                                  
                                   Nos conocimos en una fiesta de amigos comunes, la mansión era una maravilla de la arquitectura y creo que ni él sabía los metros cuadrados que tenía.  Inmensa, dos o tres piscinas y un jardín que parecía no tener fin. Yo fui de acompañante de su profesor de esgrima, amigo desde hace años.                          
                                 Según me vio, dijo que se había enamorado de mí, que quería tener una relación  y que nos conociéramos. Pero no me gustaba lo que emanaba  de su persona y no accedí a sus pretensiones. Se notaba la crueldad en su mirada y la prepotencia en sus gestos. Fue cuando se dio cuenta de que no tenía nada que hacer cuando hizo que me empezaran a seguir. Entonces lo denuncié a la policía.
                                Creo que en ese momento fue cuando decidió darme éste susto, y ahora estaba allí, herida y con la sensación de pánico que me tenía atrapada en mi propio cuerpo.
                                
                                  Cambié de postura y me adentré un poco más en la cueva, nunca había llegado tan atrás, de niña pensaba que la roca que se veía desde la entrada era el final. Pero no era así, un pasadizo estrecho y bajo se hallaba en el fondo. Me puse a cuatro patas y tardé casi un minuto en recorrerlo. Se ensanchó de repente y me pude enderezar.
                                     Tenía casi dos metros de altura, fresca y no muy oscura, pues algunos aislados conos de luz se veían en el techo. Caminé durante mucho rato, no sabía a donde me dirigía pero cualquier cosa era mejor que volver atrás. Parecía un enorme túnel sin final y entonces a lo lejos observé la salida, una abertura que semejaba a una puerta iluminada. 
                                       Los últimos metros los hice corriendo, salí al frescor de la tarde y vi que estaba en la entrada del pueblo, a lo lejos, el edificio de la comisaría se alzaba en toda su fuerza y esplendor.    











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