miércoles, 31 de agosto de 2011

La corrida.

                               Con presteza, sin entorpecimientos, llegó a la casa un tanto ahogado por la prisa. Tocó en la puerta y esperó, avergonzado, confundido, no esperaba buenas noticias al otro lado. Quizá él se habría enterado, quizá quería ajustarle las cuentas. Un imperceptible temblor le recorrió el cuerpo.
                      Hacía ya muchos años que se acostaba con su mujer, se enamoró  en cuanto la vio. Para ella no era sino un juguete más, no le importaba, disfrutaba de su cuerpo los fines de semana, con eso le bastaba, no podía aspirar a más.
                         Le abrió la sirvienta de la casa, era un enorme cortijo, tenía casi cincuenta trabajadores, él era el capataz. Mientras esperaba, pensó en la celeridad con que pasa el tiempo, casi tres años y parecía que fue ayer cuando la conoció. Rubia, muy rubia, alta y distinguida, le gustaban los objetos caros e inalcanzables, sería por eso que estuvo tras él casi ocho meses, hasta que lo consiguió.
                             En ese momento entró el dueño, sonrisa ladeada que auguraba buenos presagios, era un hombre de mundo, experimentado y astuto. Pisaba a cualquiera que se interponía a sus deseos. No sabía nada, aún no.
                              Pedro, éste fin de semana organizamos una corrida, prepáralo todo. -Si señor, fue la respuesta, sonrisa ladeada, ironía y sarcasmo en su respuesta.
                          

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