miércoles, 9 de febrero de 2011

UN AMIGO VENENOSO.

Dividimos la finca de mis padres, en tres trozos, uno para cada hermano. Así lo habían querido ellos en su testamento que habíamos abierto hacía pocas semanas. Fallecieron siendo nosotros pequeños, no los llegamos a conocer bien, siempre tuvimos esa pena, pero ahora, siendo muy mayores, decidimos que aceptaríamos lo que habían querido para nosotros y nos iríamos a vivir a la finca, ya que esa clausula también entraba dentro del testamento.
                          Dos meses más tarde, ya nos habíamos mudado, ellos con sus mujeres y sus hijos, yo conmigo misma. Al principio, todo pareció ir bien, cada uno en su parcela, no teníamos ni siquiera demasiada relación entre nosotros. Al año de estar viviendo allí, conocí a un amigo que se vino a vivir a casa, cometí un grave error, porque se empezó a inmiscuir de tal forma en la vida de todos, que como la cicuta, lo único que consiguió, fue envenenarnos.
                            Al principio, no me di cuenta, él iba y venía de una casa a otra y en todas era bien recibido, pues al ser agradable y simpático, se les apetecía que se sentara con ellos a tomar algo. Pero poco a poco fue sembrando la discordia, no lo hacía por nada especial, era su maldita forma de ser. Que si ella me dijo, que si el otro me habló de ti o que tal persona parece que no te tiene demasiado afecto. Poco a poco, los hermanos dejamos de visitarnos y se creó entre nosotros una distancia casi insalvable. Mi hermano Marcos, que era el más espabilado, fue el primero en darse cuenta, habló conmigo y me explicó cual era la situación, lo entendí a la perfección y me hirvió la sangre al percatarme lo que estaba haciendo. Cuando esa tarde llegó a casa, lo puse de patitas en la calle, había un taxi esperándole afuera y lo único que le dije fue, no vuelvas jamás por aquí.
                        

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