Caminamos entre las rocas de la playa sintiendo como los guijarros nos arañaban los pies, al llevar un rato de paseo, las piedras se llenaron de un musgo de un precioso tono verde, que nos imposibilitó el camino de tan resbaladizo. Genma y yo, nos agarramos de la mano intentando ayudarnos mutuamente, pero daba igual, pues en el momento en que una sentía que se caía, la otra se iba con ella. Atravesamos a duras penas el trayecto de las rocas y cuando ya pensábamos que había acabado el trozo aquel con tanto musgo, el siguiente era aun peor. Una hora después de intenso camino y tres ó cuatro resbalones a cada cual más dolorido, llegamos a una parte en el que las piedras de repente desaparecieron de nuestra vista y una enorme explanada de arena amarilla invadió el suave terreno. Fue un alivio el poder caminar por aquella parte de tan practicable y agradable textura.
Hasta ese momento, no habíamos visto ser viviente, pero a partir de ese entonces, la zona empezó a llenarse de turistas y gente de la región, que atraídos por el buen clima y el sol, disfrutaban del día. Nos sentamos en un chiringuito cercano a descansar y tomarnos una cerveza. Decidimos que a la vuelta, no lo haríamos por el mismo sitio, mejor sería coger una guagua.
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