miércoles, 26 de enero de 2011

AQUEL HOMBRE TRISTE.

                     Era un hombre triste. Todo el mundo que lo conocía lo identificaba de esa manera. Había sido así desde joven, más bien se diría que nació con esa tristeza incorporada en su alma. Los mas viejos de la zona, decían que su padre y su abuelo, también eran de esa manera, que llevaban implícita una melancolía y una pesadumbre que algunos creían que era genética, que sus ascendientes eran así y sus descendientes serían iguales. Cuando lo veían caminar por la calle, inclinado el cuerpo, la mirada baja y el alma en no se donde, los demás habitantes del pueblo, movían la cabeza en silencio y se buscaban unos a otros con la mirada como diciendo aquí no hay nada que hacer. 
                          El hombre triste estaba casado con una mujer que, bueno, no es que fuera muy alegre. Habían tenido dos hijos, un chico y  una chica, que a la sazón, contaban doce años de edad, ya que eran gemelos. Cuando se casaron, las gentes del pueblo, que siempre hablan y tienen cosas que decir, comentaron que la descendencia sería más triste y melancólica, ya que con una madre y un padre que seguían viviendo en la pesadumbre y en la aflicción...
                            Pero a veces, las gentes, se equivocan, de aquella pareja tan meditabunda y sombría, nacieron dos criaturas de lo más alegres y dicharacheras. Ellos no sabían lo que eran las penas, ni querían saberlo, vivían en una completa felicidad. En el pueblo terminaron por decir que los chicos parecían unas castañuelas, de tan divertidos y simpáticos. Se les notaba tan satisfechos y cómodos con la vida que les había tocado vivir, que algunos pensaron, que la fortuna les había tocado.
                                 Ahora, la que antes llamaban la familia triste, tuvieron que cambiarle el adjetivo por el de otro totalmente opuesto.

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