Le gustaba los paseos nocturnos por los cementerios, se conocía casi todos los cercanos a su zona, eran sitios tranquilos y en donde la paz y la serenidad, hacían que el espíritu, de alguna manera se reconfortara. No supo como empezaron sus visitas a los camposantos, alguna vez, por un funeral, supuso, sintió tanta paz y bienestar, que deseó repetir. Y tantas veces repitió, que la gente del lugar, terminó conociéndolo, le llamaban el visitante del cementerio. No era extraño en su apariencia, ni siquiera estrafalario en su forma de vestir, normal, agradable en su trato y en su manera de actuar. Pero eso de ir al cementerio a diario, le había puesto una etiqueta que no se podría quitar de por vida.
A él, le daba exactamente igual, no tenía ningún reparo en tener no una, sino dos etiquetas, vivía su vida como le daba la gana, no permitía que nadie se metiera en ella. En ocasiones, hasta era divertido y alegre, lo que suponía que la gente que no lo conocía bien, se asombrara. Tenía como pareja a una chica tres años menor que él, se llamaba Claudia, era fisioterapeuta y trabajaba en un pequeño despacho cerca del suyo. Si, porque él, era naturista, su horario de trabajo era por las mañanas, las tardes las dedicaba a estudiar y a otras cosas.
Tiempo después, Claudia, se decidió a acompañarle a sus paseos nocturnos, recorrían el cementerio que tocaba, él le enseñaba con detalle lo que hacía falta, tumbas, mausoleos, nichos, estatuas, se las sabía todas, ella estaba encantada, pues era algo inusual.
Pero no se supo como, un mes ó dos más tarde, una noche de tormenta, la pareja, que paseaba como era habitual, ya que fue vista por los cuidadores del cementerio a donde habían acudido, sin saber como ni porqué, desaparecieron, nunca, jamás, nadie los volvió a encontrar.
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