El reflejo del sol de invierno en la ventana la hizo entrecerrar los ojos y mover un poco el cuerpo. Rodó la silla para evitarlo y una vez acomodada reanudó la lectura.
La primera vez que me fijé en ella acababa de llegar al pueblo, lo supe después por alguien conocido y desde entonces iba a diario a la biblioteca sólo para verla.
Emanaba de ella una sensualidad de la que se aprende con el tiempo, pues a pesar de haber dejado atrás la juventud, mantenía una seguridad tan intensa en todo, que la hacía ser mágica con los hombres.
No es que tuviera nada de especial, delgada, alta, pelo corto y ensortijado, era la definición que cualquiera habría hecho, pero al observarla más de cerca se notaba que había más. Era como una cajita envuelta en papel de regalo, sólo tirar de la cinta y descubrir la sorpresa.
Y yo quería ser el que la desenvolviera.
Intenté hablar con ella y un día la esperé a la salida. Con un pretexto que ya ni recuerdo, la invité a un café, para mi sorpresa, aceptó. Hablamos de amigos comunes y de los estudios que ambos compartíamos. A pesar de ser mayor que yo, tenía ese algo que sólo algunas mujeres son capaces de proyectar, un punto de inocencia y juventud que lo llevan siempre consigo, tengan la edad que tengan.
Así era Teresa, divertida e independiente. Me gustaba verla siempre con ese buen humor y su sonrisa perenne. Sentía que cada día la quería más.
Durante semanas seguimos viéndonos en la cafetería, después empezamos a compartir noches de amor.
Un día le hablé de compartir nuestras vidas, pero ella no quiso, me dijo que seguía esperando...al hombre de su vida.
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