domingo, 20 de noviembre de 2011

La última subida.


                                                         Caminé rotundo por el camino que llevaba a la montaña en donde la nieve hacía casi imposible acceder al Monte Sagrado. A esa hora de la madrugada me encontraba solo en el sendero, abrigado al máximo intentando que los copos no rozaran mi piel y no sintiera el frío de sus cuerpecillos, que me harían al poco desistir de llegar a la cúspide.
                           Cada cinco años hacía este viaje, pero mi salud se resistía y mis huesos me decían sin hablar que este año sería el último. 
                        Una hora más tarde noté como mis pasos iban cada vez más lentos y que varias personas me estaban alcanzando. Cierto es que el tirar del borrico hacía que enlenteciera mi caminar,  aunque en algunos tramos harto difíciles agradecí tenerle a mano y poder agarrarme de su cabestro.
                          Algunos personas me adelantaron, mas jóvenes y dispuestos que yo quizá deportistas con  gruesas piernas preparadas para la marcha. No les costó demasiado darme alcance y cuando al rato me paré para poder recuperar la respiración perdida, volví la vista atrás y vi que casi era el último del camino.
                              Recogí de nuevo mi hábito de color oscuro por encima de mis pantorrillas y proseguí la marcha aún más lento si cabe. Nadie se sorprendió de ver a un viejo monje subiendo la montaña, pues casi todos ellos pertenecían a alguna orden, no la mía de la que casi no quedábamos sino unos diez, pero si a alguna congregación nueva o al menos desconocida para mí. Pero ninguno llevaba los hábitos de su orden, iban abrigados con ropas modernas.
                                     Acaricié al mulo al que yo acompañaba, porque como relato más arriba, el iba delante y yo me agarraba a sus riendas. Era un asno joven,  hijo de otro que murió hacía ya unos años y que fue fiel amigo mucho tiempo. Éste era más brioso que su padre, pero la juventud tiene eso, esperaba que con el tiempo se le pasaran los humos y se asentara su carácter.
                                     Al dar la vuelta a un recodo del camino observé que faltaba poco para la subida final y esto me dio ánimo para andar más ligero, pronto los monjes de arriba me darían ropa limpia y seca y comida caliente, me sentarían delante de un buen fuego e incluso saborearía un vaso de buen vino.
                   
                       Y  dicho esto, el monje siguió subiendo la incómoda pendiente. Ya en la cima, la gente se arremolinaba en la entrada de la tosca iglesia construída siglos atrás. Los monjes se afanaban en tomar los  nombres de las personas que pernoctarían esa noche y dar ropa seca, y un poco más adentro otros en el calor de la entrada, removían ollas y perolas en donde los olores se entremezclaban y hacían salivar a cualquiera.
                      La construcción de la iglesia se había hecho de manera inteligente. En la entrada primero lo que llamaban "el banco de los visitantes" en donde se les daba de comer y abrigo, y comunicando con una puerta al fondo estaba el atrio y después, la iglesia.
                       





                                Como siempre decía el primer prior, con hambre y frío, nadie reza.






         
                                 





 












                                   








  

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