lunes, 12 de septiembre de 2011

Extraños y amigos.

                                                       La salida de casa de mis padres, fue inutilmente agresiva. Ellos me gritaron que era una desgraciada, y yo, por mi parte, también les grité el daño que me habían hecho. Vamos, de barriada de lo peor, no le había  hablado así a nadie, no creo que lo vuelva a hacer.
                           Adonde me fui esperaba tener mejor vida, al menos más tranquila. Como no tenía más familia que la que dejaba atrás, no me  preocupaba respecto a ese tema, era yo absolutamente para mí.
                              En ese tiempo de mi vida conocí a la que hoy en día, es mi mejor amiga. Claudia  era  intensa y apasionada para cualquier cosa que emprendiera. Me agradó tanto su forma de ser, educada y agradable que en poco tiempo compartimos piso. Nuestra convivencia fue de lo más relajada. Al quedarse ella sin trabajo, decidimos alquilar las habitaciones vacías.
                                 La casa de Claudia, era de su propiedad, herencia de una tía,  un chalet antiguo en las afueras de la ciudad, la universidad quedaba cerca, así que supusimos que no tendríamos problemas con el alquiler.
                             Y no lo tuvimos. Al mes de poner anuncios en el periódico local, ya la habían venido a ver muchos chicos. Escoger entre tantos, fue complicado, al final nos decidimos por tres amigos.  Nos parecieron personas sinceras y con saber estar, se veían limpios y con dinero.
                                  Tuvimos muchas cosas en cuenta, y al mes, se mudaron. Empezamos una extraña convivencia, al principio no solían bajar al salón, unos meses después, ya tenían suficiente confianza como para hacerlo. Pasábamos las tardes jugando a las cartas y tomando vino. Jaime, el mayor, preparaba comida y cenábamos. Era todo de lo más fluido, como aún no había empezado la universidad, dedicaban las tardes a estar con nosotras.
                             Se les notaba a gusto estando en casa, nos acostumbramos a compartir nuestra vida con  ellos. Uno de los dos chicos menores, Roberto, padecía de una extraña enfermedad ocular, siempre andaba con gafas oscuras, pues le molestaba la claridad, cuando Claudia sugirió cerrar las gruesas cortinas de terciopelo, se le notó aliviado y las gafas desaparecieron.
                               El otro muchacho Jaime, era tímido y reservado, hablaba poco y la mayor parte del día la pasaba en su cuarto. Era el que manejaba más dinero de los tres, cuando se estropeaba algún electrodoméstico, al día siguiente teníamos uno nuevo, el día que nos habló de dejar nuestro trabajo y que el correría con nuestros gastos, nos pareció a ambas una broma.
                             Pero él había hablado con mucha seriedad, comentó que no quería que estuviéramos todo el día fuera de casa, con trabajos miserables, correría con nuestros gastos sin problema. Sólo mucho después, nos enteramos que también le pagaba a  los amigos.
                        De ésta forma pasamos dos años junto a ellos, nos hicimos dependientes de su presencia y de su dinero, no hacíamos nada solas, siempre había uno de los tres para acompañarnos al supermercado, a la tienda de ropa o simplemente a dar un paseo. Todo fue tan sutil que cuando nos dimos cuenta de esa forma tan extraña de vida, fue demasiado tarde...
                              Empezábamos a necesitar con urgencia la independencia que habíamos dejado atrás. Vivíamos como ellos, enclaustradas en la casa, las salidas a lugares públicos, las hacíamos por las noches. Entonces tomamos una drástica decisión,  les dijimos que se fueran.
                                Ese día fue el último que vivimos como seres mortales, me queda de recuerdo sus afilados dientes en mi garganta.


               

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