viernes, 12 de agosto de 2011

El visitante.



                                                                     El día que llegó a mi casa, yo era una niña y aún recuerdo la tremenda expectación que causó entre nosotras. Vivíamos en el segundo piso de un edificio de tres plantas, en una calle tranquila de una ciudad entonces pequeña. Cuando salía del colegio y entraba en mi calle era como entrar en el patio de mi casa. En la esquina, el zapatero, en su pequeño y oscuro cuartucho, recomponía zapatos al ritmo de su martillo. Al lado había un almacén de no se qué y después una churrería que daba vida a la calle.  El continuo ir y venir de los empleados de Correos y los alrededores, terminaban de dar vida a mi calle.
                                    También había en mi calle una pequeña carnicería, un restaurador de cuadros y un señor que arreglaba cacharros antiguos de cocina, en un cuchitril totalmente tiznado de negro y que asustaba a los niños que pasábamos por allí. Estaba un chico que arreglaba maletas y el viejo que alquilaba películas a los cines.
                                          Todos ellos y algunos que se me han olvidado, formaban un abigarrado y variopinto grupo que hacía que mi calle fuera tan especial. En uno de los extremos estaba cerrada por un muro muy alto, de manera que los coches entraban sólo a las casa de los vecinos. Casi siempre jugábamos fuera, las puertas de los zaguanes estaban abiertas, ya que todos nos conocíamos.
                                    Pero el día que llegó, yo estaba en la escalera que subía a la azotea, esperando. Mis hermanas también. No sabíamos la hora exacta en que llegaría y estábamos realmente emocionadas. Nos habían dicho que era algo especial, que con el podríamos divertirnos y aprender muchas cosas. 
                              Lo vimos subir por la escalera, imponente, alto, algo grueso quizá. Venía de oscuro, casi negro y le acompañaban dos hombres. Fue subiendo despacio, tranquilo y cuando llego al primer rellano, se paró pensando en esas casa antiguas en que no hay ascensor. Se detuvo de nuevo ante la puerta de entrada, como cogiendo aire y con mucho cuidado, atravesó el umbral. 
                                      Nosotras bajamos corriendo y ahí estaba, en el salón. Mi madre y mi padre sentados junto a él. Pedimos permiso para pasar y las tres nos quedamos quietas, mirando. Era en verdad imponente, grande y bien parecido, fuerte y algo desgarbado, asimétrico. Esperamos a ver que sucedía. 
                                     Y después de un rato, mi padre se levantó con gran parsimonia y sólo dándole a un botón…..encendió el televisor.


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