miércoles, 13 de julio de 2011

La señora de la estación de autobuses.



                                      Se acercaba la hora de la partida y con parsimonia me dirigí al número quince. El porqué de ese número, no lo sé, quizá me recordaba un momento de mi vida en que fui más feliz, lo cierto es que lo había elegido con decisión, primero le había preguntado al conductor cuantas horas tardaríamos en llegar a la parada final, su respuesta me satisfizo, siete.
                            Pasé la mayor parte del tiempo durmiendo. Me bajé en algunas paradas, mirar el paisaje era bastante aburrido, campos resecos vacíos de montañas y cualquier signo de vida. Pero al fin llegamos, la estación por llamarla de alguna manera, estaba al lado de una vía de tren, una casucha con un toldo para los pasajeros que esperaban y una mesa en donde una señora repartía tiques e información. Al acercarme, me sonrió. 
                        Fue eso lo que dio pie a que empezara a llorar. Se levantó de la vetusta silla en donde se encontraba y apartando de un manotazo la sombrilla que la protegía del sol, me abrazó como si me conociera de toda la vida. No te preocupes, dijo levantando con cuidado mis gafas de sol y dejando al descubierto el hematoma, aquí estarás bien, él no llegará hasta este lugar, podrás dormir tranquila y relajarte, con el tiempo, ya podrás tomar decisiones.




                        
 

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