sábado, 9 de julio de 2011

El hombre que olía a tristeza.

                    Me escondí detrás de un árbol del sendero cuando lo vi a lo lejos, envuelto en una gabardina oscura y agazapado bajo su paraguas, avanzaba encorvado bajo la nieve. Ya hacía una semana que lo veía a diario, siempre  a la misma hora, iba al pueblo a buscar el pan y la leche fresca. Cuando pasaba a mi lado, respiraba profundo a ver si podía oler su perfume, pero se ve que no tenía, sólo olía a tristeza y abatimiento.
                  De regreso a casa ya había dejado de nevar y aunque con cuidado de no resbalarme en algunos tramos fui corriendo.
                    Yo vivía en una de las tres chabolas que quedaban en las afueras, las otras estaban vacías la gente se había ido marchando en busca de una vida mejor. La compartía con mi padrastro, que recibía una pequeña paga del estado y con eso nos manteníamos los dos. De mi madre tengo un vago recuerdo, murió siendo yo muy pequeña, heredé su ropa que es la que me pongo hoy día, hermanos no tuve, pero mi amiga Laura que vive en la chabola tres y es como si lo fuera.
              Empujé la tela que nos hacía de puerta y pasé al interior, como siempre, mi padre se encontraba tumbado en el viejo sillón viendo la tele, le preparé el desayuno y fui a buscar a Laura.
                Hablamos como muchas veces que en breve empezaría el curso escolar, ella no quería ir, había encontrado un trabajo en el pueblo como asistenta interna en una casa, Laura olía a perfume barato y tinte para el pelo.
                 Al día siguiente fui a hablar con el párroco de la iglesia, le comenté lo del colegio y le pareció bien, me dijo que hablaría con el profesor y con mi padre, no podía tomar decisiones por mi misma  pues no había cumplido los dieciocho.
                      Me asustaba empezar el colegio, pues era mi primera vez, pero no quería vivir limpiando casas o tumbada como mi padrastro, quería estudiar y tener una carrera. 
                       Seguí viendo al hombre del paraguas, ya no lo llevaba porque no llovía. Empezaba la primavera, el paseo se había cuajado de almendros que poco a poco iban dejando ver unas pequeñas flores rosadas y blancas. El hombre del paraguas seguía oliendo a tristeza, pero pude entrever quizá algo de ilusión.
                        El párroco acudió a mi casa unos días más tarde, el profesor me había aceptado en su clase y sentí que el corazón me daba un vuelco. Mi padre, aunque a regañadientes accedió a firmar los papeles y el cura me dijo que pasara en una semana a recoger libros, mochila y un uniforme que me daba el estado. Cuando salió, olí a sensibilidad y afecto.
                         Un mes más tarde, empezaron las clases, era la mayor de mi grupo, al entrar en el aula y saludar al maestro me sorprendí al ver al hombre del paraguas. De pie ante la clase, bien afeitado y sonriente, derecho y con una actitud de confianza.
                          Olía a dulce echo en casa.
                        


  



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