domingo, 1 de abril de 2012

Camila y yo.

                                                             La conocí una mañana calurosa y agobiante, así son todos los veranos en el lugar donde vivo. Yo hacía footing por el parque y ella paseaba con cuatro perros con sus correas. No recuerdo porqué me paré a hablar con ella, quizá fue mi amor por los animales o el presentir a una persona en soledad. Lo cierto es que hicimos una cierta amistad, nos veíamos a diario en el parque y compartíamos confidencias.
                                          Camila era una mujer mayor, sesenta y pico años pensé que tenía al verla, pero según la fui conociendo, bajé ese tope y la dejé en unos cincuenta y tantos. Divertida y activa, cuidaba perros pequeños en su casa. Sus dueños salían de vacaciones o iban a trabajar. En ese tiempo se ganaba un dinero que necesitaba y a la vez vivía rodeada de lo que realmente quería, sus animales.
                                               Pero al ir intimando, comprendí que Camila tenía muchas carencias.
                                    Al coger confianza conmigo se decantó como una mujer malhablada y ordinaria, su físico la ayudaba, alta rubia y de ojos azules, intimidaba con su cuerpo ancho y musculoso. De mirada desconfiada y dura, noté al poco tiempo que estaba necesitada de algo que tampoco estaba acostumbrada a dar: amor.
                                        El primer día que la recibí con un abrazo, me di cuenta de la tensión y el envaramiento de su cuerpo, me apenó saber que lo más probable fuera que nadie la había abrazado nunca pero aún así, proseguí recibiéndola de la misma manera y empezó a acostumbrarse a mis cariños.
                                            Al pasar un tiempo, Camila ya no se turbaba con mis muestras de afecto e incluso la vi capaz de expresar leves instantes de aprecio en algún momento. Cuando llegaron las vacaciones y le  pregunté que iba a hacer, vi un punto de nostalgia en sus ojos y tan sólo me respondió un escueto "nada".
                                   Curiosamente aceptó mi invitación a ir al pueblo y compartir mi vida y mi familia. En ese tiempo cambió su forma de ser, se volvió tierna y cordial, la notaba más feliz y sociable y su carácter se fue dulcificando. De alguna manera, pensé que había retomado sentimientos y emociones que alguna vez sintió y que por ende del destino ocultó en lo más profundo de su ser.
                                            Camila y yo, conservamos para siempre nuestra amistad.
                                           









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