lunes, 6 de febrero de 2012

Amargura.

                                                  Siempre creí que mi familia era diferente al resto. En las otras observaba con frecuencia los roces de las relaciones y el apasionamiento fugaz de amores que no pasaban inadvertidos. Pero la mía no, en ella no parecía suceder nunca nada fuera de lo estrictamente  normal, con el tiempo me di cuenta que mi familia era anormal. 
                                 Es verdad que cuando vivía en la inopia mas absoluta, era muy pequeña, y que fue al crecer que comprendí e  incluso puse nombre a la estupidez de mi familia. La llamaba los tontos más tontos y durante años cuando hablaba de ella, la llamaba por ese nombre. También es cierto que  la única persona con la que podía compartir mis tribulaciones infantiles era con Miguel, que era varios años mayor que yo. 
                                Con estos datos en la mano cualquiera habrá comprendido que éramos una especie a extinguir, los más ricos del pueblo. Miguel era partícipe de mi forma de pensar y me entendía a la perfección. Así que al no tener mas amigos con los que compartir, fue de lo más natural caer en sus brazos suaves y musculados por el trabajo duro. 
                                         Nos amamos como sólo saben hacerlo los adolescentes, con dolor y pasión.  
                                         La intensidad de los sentimientos hubiera admirado a cualquiera, al enterarse en mi casa, fue tal la transcendencia de la historia, que en una semana ya conocía el internado en donde estuve los próximos diez años. 
                                          La despedida fue cruel y cargada de odio hacia mi gente, por más que pataleé y di zarpazos, nada surtió efecto, así que me sometí y me marché jurándonos amor eterno.
                                          Diez años después, nos volvimos a ver. Él observó como una mujer triste y frustrada lo miró a los ojos y yo vi a un hombre que sobrevivía a base de recuerdos. 
                       El amor dejó a su paso una estela de amargura en la que sin querer, sucumbimos.









                                      

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