lunes, 8 de agosto de 2011

Una vecina chillona.

                                 Me molestaba largamente escuchar su cantinela. La oía a través del tabique que separaba las viviendas. Una y otra vez volvía sobre lo mismo. Sólo se escuchaba su tono airado de voz y  supuse que el marido asentía a todo lo que le iba diciendo. Tenía una voz desagradable y chillona, que no hacía juego con su persona, pues era tan gorda que el día que la vi por vez primera en el ascensor, pensé que con tanto peso se iba a estropear. Pero ella entró y me dio unos buenos días ásperos y  laboriosos, durante unos segundos, caviló si saludarme o no.
                            Cuando salió,  no le dije adiós, aunque me hubiera gustado decirle hasta nunca, tal era la impresión que me había causado. Llegué al barrio hacía tres meses escasos, no lo escogí por gusto, sino porque el precio de las viviendas era más económico, ganaba un pequeño sueldo como maestro y no me podía permitir nada mejor.
                              Esa tarde, como siempre, salí tarde del colegio. Cansado, sólo deseaba tumbarme un rato. Pero desde el ascensor, ya se oían las arengas y peroratas de mi vecina. Dios, me dije ésta mujer no descansa nunca. Y como a quien le llevan al cadalso, abrí mi puerta y entré.



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