viernes, 22 de julio de 2011

La chica de la sonrisa siniestra.


                                  Llevaba tantas horas caminando que ya ni recordaba cuantas. Empezaban a molestarme las cómodas botas forradas de piel y me senté en un muro del camino a descansar un rato. No recordaba el momento en que salí de La casa roja, sólo se que lo hice agobiada por las dudas y el resentimiento. Informarme de cosas de mi pasado de aquella forma me pareció de lo más siniestro y cruel, pero mi tía era así, actuaba de esa manera con todo el mundo, conmigo se mantuvo más o menos al margen, pero cuando murió mi abuela, tomó las riendas.
                           En momentos como ese, echaba de menos el haber tenido unos padres que me protegieran. Nunca los conocí, al menos no los recordaba, cuando murieron yo era demasiado pequeña. Empezó a nevar de nuevo, copos suaves y blandos y saqué el paraguas de la mochila. El camino parecía como de cuento, lo conocía bien, siempre viví en la misma casa, pero mi mayoría de edad me daba derecho a hacer lo que quisiera.
                                 Faltaba poco para llegar al pueblo, desde allí, un autobús a la ciudad y una nueva vida. Seguí caminando cada vez más cansada, pero la ilusión de llegar pronto a mi destino, me daba nuevas fuerzas. En un recodo del trayecto ya se vislumbraba el pueblo, parecía de cuento, cubierto de blanco e iluminado por tenues rayos de sol.
                              Ya subiendo al autobús, se me acercó una señora mayor, con amabilidad, me ofreció un pañuelo de papel, te ha sangrado la nariz, me dijo, tienes una gota de sangre en la barbilla. Lo acepté gustosa y miré en derredor, no había nadie más.
                                   Que descuidada he sido, me dije, no me miré al espejo y con la sonrisa siniestra que sólo tenía en contadas ocasiones, partí rumbo a mi nueva vida... mientras charlaba con la agradable señora.


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