domingo, 7 de agosto de 2011

Que nadie se entere jamás.

                                    
                            De madrugada, casi de noche, arrebujada en mi abrigo, salí de casa. No es que hiciera demasiado frío, pues estos días atrás no había nevado, atravesé el pueblo camino de la iglesia a pasos rápidos, no encontré a nadie en el trayecto, era Domingo y a aquella hora la gente dormiría. Sólo se oía el clac-clac de mi zapatos al entrechocar con el camino de piedra.
                  Un cuarto de hora después, divisé el campanario, las tres campanas permanecían estáticas en su nicho de cemento. Al empujar la puerta, el olor de incienso me envolvió, el párroco, con su pebetero, estaba cerca del atrio. 
                          No había mucha gente, algunas viejas arrodilladas en los primeros bancos y un hombre un poco más allá. La iglesia en penumbras, invitaba al recogimiento y la meditación. El cura se acercó donde me había arrodillado, me saludó y se dedicó a encender las velas que los vecinos habían donado. 
                                  Acudía a la iglesia sólo los días de fiesta. Pedía por mí y suplicaba el perdón por mis actos, pero no me había arrepentido de lo que hice, aunque sentía la necesidad de suplicar clemencia por haber robado una vida. No era disculpable mi actuación, pero si es cierto que si existía un ser superior, me justificaría. Quizá con mi forma de actuar, salvé la vida de mis hijos y la mía.
                                  Ahora lo único que ocupaba mi mente y por lo que iba a la iglesia, era para pedir que nadie se enterara jamás que el hombre que casi nos mató en vida, permanecía enterrado en el jardín de mi casa.



                           

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