domingo, 18 de marzo de 2012

Sara y yo.

                                                    Cuando llegó la carta del juzgado citándome a presentarme lo antes posible, lo primero que pensé fue en las multas de tráfico, pero no, era el juzgado de lo social y no entendí para que me requerían.
                                 A la hora en punto estaba allí, bien vestido por si acaso. La asistente social, una mujer pequeña y agradable me puso al tanto. Creo que el grito que dí, se oyó de lejos,  —¿una hija? ¿que me está contando?. Señora, aquí hay una equivocación, yo no tengo ninguna hija. 
                                Casi una hora después, salí mas confundido que cuando entré. ¿Una hija?. Y se suponía que ahora yo era responsable de su vida. Tenía que haber un error en todo aquello. Es cierto que Laura no tenía familia, pero nunca me dijo que se hubiera quedado embarazada, claro que yo me largué sin siquiera decirle adiós, puede ser que pensara decírmelo cuando volviera. Pero no volví nunca. Ahora ella estaba muerta y yo...
                          Sólo podía pensar en la que me había tocado. Yo era un ser libre y sin preocupaciones, hacía lo que quería y cuando me daba la gana, vivía del dinero de mis padres fallecidos, no era mucho, pero para mí era suficiente. 
                           La convivencia con Sara no fue un camino de rosas, pero después de un tiempo nos adaptamos uno al otro. Sara fue una luz en mi vida, un camino con un final. Con ella aprendí cosas tan necesarias como la responsabilidad, el querer sin dar nada a cambio y el amor sincero.   
                                  Sara fue para mí, como la casa que nos espera día a día, algo así como un centro de pura vida.












           

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