Que momento aquel en que nos reencontramos, que sensaciones tan intensas y que ganas de tener más brazos y más bocas para poder abrazar y besar. Eso fue después del primer viaje de mi marido a la mar. Cuando ya llevaba unos cuantos, las llegadas dejaron de ser tan apasionadas, se convirtieron en algo rutinario y normal.
Yo no me dedicaba a la pesca como las otras mujeres, nunca quise y mi madre me pagó el colegio para estudiar. No quería verme de mayor como ellas, con las manos enrojecidas por el duro trabajo de la fábrica, sabañones, durezas y grietas dolorosas, no, no quería eso para mí y tampoco, como mi madre, llegar a casa con ese olor a pescado siempre pegado al cuerpo. Pero me casé con un pescador, porque en el pueblo tampoco había demasiado donde elegir y para que me voy a engañar, me enamoré perdidamente de aquel moreno, de ojos color avellana, que me miraba como si fuera lo único que existía en el mundo. Los diez primeros años de mi vida de casada, transcurrieron sin nada digno de mención, trabajaba de cajera en un supermercado y en el pueblo, la misma rutina de siempre.
Pero el pueblo empezó a crecer, se convirtió en una pequeña ciudad, forasteros y turistas llegaban de todas partes y las mujeres pasábamos mucho tiempo solas. Nos acostumbramos a salir a tomar copas como en cualquier lugar del mundo. Y ahí, en un local de copas, conocí al hombre que destrozó mi vida.
Fue un enamoramiento a primera vista, nos miramos y supimos que necesitábamos estar juntos, necesitábamos el contacto físico, así de claro, son cosas que no creo que le pasen a todo el mundo y si pasan, será una vez en la vida. Me olvidé de mi vida anterior como si no hubiera existido.Fueron seis meses de pasión incontrolada, de una furia poderosa y ardiente, de despropósitos y sinsabores. Nunca, jamás, me arrepentí de aquellos días, mi marido pidió el divorcio y una tarde de Junio, en que el sol brillaba fuerte y hermoso, mi amante, según llegó, se marchó.
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