sábado, 17 de septiembre de 2011


                           Di gracias por encontrar algún lugar donde guarecerme, la lluvia era una cortina en donde no se veía a más de medio metro. En la primera cueva, dejé mis bártulos y después de adecentarla como pude, abrí el saco de dormir, la cena de esa noche consistió en una chocolatina y algo de bebida. 
                     Llevaba caminando diez largas horas. El lugar escogido para pasar la noche, me vino como anillo al dedo. Eran casi las ocho cuando me metí en el saco. Cuando me despertaron los gritos, eran las tres de la mañana.
                          Me incorporé de golpe, una mujer gemía de dolor. El sonido de alguien que le pegaba, era inconfundible, a cada palo, un nuevo gemido. Con cuidado para no hacer ruido, revolví la mochila buscando la linterna y la pistola. Caminé descalzo hasta el extremo de la cueva, pero volví atrás para ponerme las botas. El fatídico escándalo ya no se escuchaba.
                      El amanecer dejaba entrever un poco de luz, guardé la linterna para poder tener las manos desocupadas. Silencio total, sólo el croar de las ranas del lago cercano. 
                          Asomé la cabeza con cuidado y sentí el sonido de un cuerpo siendo arrastrado, los quejidos se habían convertido en un murmullo. Y ahí estaba él, el asesino, movía el cuerpo de la mujer sin piedad, lo arrastraba por entre las piedras sin hacer caso de sus quejas. 
                             Me acerqué con cautela y di un espantoso grito cerca suyo. Se volvió raudo mientras hurgaba en un bolsillo buscando no sé qué. Entonces, le di un tiro en una pierna. Después, me senté a su lado, y con tranquilidad, llamé a mis compañeros, la policía.       

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