sábado, 15 de enero de 2011

AQUEL HIJO, AQUELLA MADRE.

              En aquel lugar oculto al resto del mundo por montañas y montañas que de tan heladas, que de tanta nieve que llevaban en sus entrañas ya no sabían ni como echarla para afuera, vivió toda su vida. Creció, lo alimentó el viento y el frío y cuando ya no pudo más, fue cuando le dijo a su madre, me voy. 
               Fue difícil de entender para todos, menos para la que lo había parido, que lo comprendió bien. A ella también le hubiera gustado poder decidir, poder tomar una determinación con la misma edad que tenía él. Pero no pudo ser y ahora se le iba lo que más quería. Lo dejaba ir feliz, porque sabía que lo que necesitaba, lo iba a encontrar en un lugar más cálido. 
                  Y el chico, estuvo durante tiempo recorriendo mundo, vio ciudades hermosas y no tanto, pueblos que de tan verde parecían cuentos infantiles. Vio también mujeres que en nada se parecían a las que estaba acostumbrado a ver, que al principio le parecieron incluso feas, después, una vez que se acostumbró, aprendió a compartir la belleza de otros pueblos. Aprendió mucho en todos los años en que estuvo viendo el mundo, pero nunca se olvidó de su madre y cuando consiguió una estabilidad, volvió a buscarla. Entonces, ella le dijo, que su vida era aquello, que lo que quería y lo que conocía, estaba allí, que no se marcharía nunca, jamás. 
                       Y el muchacho, que había ido a ver mundo y había vuelto, le respondió a su madre, que entonces, él, también se quedaba.

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