Se me acercó de una manera un tanto furtiva, cauteloso, casi parecía tímido, con el tiempo pude darme cuenta de que no lo era. Nos encontrábamos en medio de cualquier sitio, en este caso un parque de una gran ciudad. Solía pasar algunas horas allí después del trabajo, almorzaba y leía algo durante un rato, cuando me sentía cansada me marchaba a casa.
Nunca me había fijado en él, la verdad es que no me fijaba en nadie, me dedicaba sólo a lo mío, procuraba evadirme de todo y de todos.
Llevaba haciéndolo casi dos años y nunca se me había acercado ninguna persona, así que ese día me asusté cuando aquel hombre me dijo si podía sentarse a mi lado. Lo miré pensando que no tenía porque pedirme permiso ya que era un parque público, aunque lo cierto era que a lo lejos se veían algunos bancos vacíos. Así que con la misma cautela que él llegó, acepté su ofrecimiento.
El primer día sólo se sentó, no habló y si me llegan a apurar diría que casi no respiró. Abrió un periódico que llevaba en una mano y lo leyó de cabo a rabo ya que daba la vuelta a la hoja y después lo doblaba en cuatro para que resultara más cómodo de manejar.
Me fue imposible concentrarme en mi libro desde que el hombre se sentó en mi banco, pero encontré un cierto entretenimiento que por nuevo no dejó de ser divertido en la observación con el rabillo del ojo de todo lo que el extraño iba haciendo.
A ratos dejaba descansar los ojos y volvía la vista al frente y al lado opuesto, pues empezaba a notar un cierto malestar que incluso pensé que me llegaba al cerebro y como ya era de edad propicia para problemas de ese tipo, decidí por ese día marcharme a casa a tomarme una infusión bien caliente por si acaso.
Los días siguientes sucedieron de igual manera a la explicada más arriba, yo llegaba como siempre a la misma hora después de mi trabajo y él hacía lo mismo, quiero imaginar que también salía del suyo. Lo pude observar con más detenimiento cuando fui práctica en mirar de esa forma, dejaba una especie de boina al lado suyo y se quitaba la chamarra de color indefinido que llevaba, debajo, camisetas que se cambiaba a diario.
Cuando hacía casi una semana que estaba acudiendo al parque, era un Viernes y no vino. Curiosamente lo eché de menos pareció como si me faltara algo, y ese día no leí nada de mi libro, tal fue así, que terminé dejándolo sobre mi falda y ocupándome de unas niñas que jugaban a la comba.
Entonces él apareció. Era media hora más tarde de lo que solía y después de saludarme me dio una explicación, de por si natural, de su tardanza. Tuvo que acompañar a su madre al médico. Le agradecí la disculpa, pues soy bien criada. En ese rato de conversación nos pudimos mirar a la cara.
Y seguimos haciéndolo los días siguientes. A él le costó casi un mes invitarme a tomar un café en un lugar cercano y a mí otro mes aceptar. Debo reconocer que somos gente mayor criados a la antigua usanza y no es fácil para nosotros integrarnos en la sociedad actual. Ambos vivimos en el mundo que nos ha tocado pero el mundo que nos rodea a veces nos ve como de otro planeta.
Lo cierto es que hemos hecho una amistad, no sé si para bien, el tiempo lo dirá, hoy por hoy lo que sí sé, es que tengo un compañero para compartir mis solitarias mañanas en el parque.
El primer día sólo se sentó, no habló y si me llegan a apurar diría que casi no respiró. Abrió un periódico que llevaba en una mano y lo leyó de cabo a rabo ya que daba la vuelta a la hoja y después lo doblaba en cuatro para que resultara más cómodo de manejar.
Me fue imposible concentrarme en mi libro desde que el hombre se sentó en mi banco, pero encontré un cierto entretenimiento que por nuevo no dejó de ser divertido en la observación con el rabillo del ojo de todo lo que el extraño iba haciendo.
A ratos dejaba descansar los ojos y volvía la vista al frente y al lado opuesto, pues empezaba a notar un cierto malestar que incluso pensé que me llegaba al cerebro y como ya era de edad propicia para problemas de ese tipo, decidí por ese día marcharme a casa a tomarme una infusión bien caliente por si acaso.
Los días siguientes sucedieron de igual manera a la explicada más arriba, yo llegaba como siempre a la misma hora después de mi trabajo y él hacía lo mismo, quiero imaginar que también salía del suyo. Lo pude observar con más detenimiento cuando fui práctica en mirar de esa forma, dejaba una especie de boina al lado suyo y se quitaba la chamarra de color indefinido que llevaba, debajo, camisetas que se cambiaba a diario.
Cuando hacía casi una semana que estaba acudiendo al parque, era un Viernes y no vino. Curiosamente lo eché de menos pareció como si me faltara algo, y ese día no leí nada de mi libro, tal fue así, que terminé dejándolo sobre mi falda y ocupándome de unas niñas que jugaban a la comba.
Entonces él apareció. Era media hora más tarde de lo que solía y después de saludarme me dio una explicación, de por si natural, de su tardanza. Tuvo que acompañar a su madre al médico. Le agradecí la disculpa, pues soy bien criada. En ese rato de conversación nos pudimos mirar a la cara.
Y seguimos haciéndolo los días siguientes. A él le costó casi un mes invitarme a tomar un café en un lugar cercano y a mí otro mes aceptar. Debo reconocer que somos gente mayor criados a la antigua usanza y no es fácil para nosotros integrarnos en la sociedad actual. Ambos vivimos en el mundo que nos ha tocado pero el mundo que nos rodea a veces nos ve como de otro planeta.
Lo cierto es que hemos hecho una amistad, no sé si para bien, el tiempo lo dirá, hoy por hoy lo que sí sé, es que tengo un compañero para compartir mis solitarias mañanas en el parque.
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