Cada día, a la misma hora, nuestras miradas se cruzaban. La mía emocionada, honda, la de ella, fría y sin significado. Me dolía profundamente, que no me tuviera en cuenta, pasaba de mi de la manera más odiosa, creándome frustración y rabia.
Aunque no la conocía en persona, sabía cosas de su vida. Que trabajaba en una inmobiliaria, que era buena vendedora y que vivía sola. También que en ocasiones pasaban hombres de una sola noche por su vida. Que era alérgica a las relaciones y muy atractiva.
Me gustaba la forma de vivir que tenía, sin compromisos de ningún tipo, hacía lo que se le apetecía. Entonces casi sin darme cuenta, empecé a actuar de la misma manera que ella.
Cambié mi forma de vestir, más moderna, más al día. No me dejaba ver en la terraza sino con bikini o unos pequeños pantalones blancos. Me mojaba con la manguera como hacía ella. Y un buen día, mientras fumaba un cigarro mirando a la calle, me habló.
Parca en palabras, fue suficiente una escueta frase, algo así como ¿ me invitas?. Ni ella ni tampoco yo, necesitábamos mucho más. A partir de ese día, nos veíamos a diario, empezamos a compartir tantas cosas, que la presencia de una se hizo absolutamente necesaria para la otra.
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