Desde siempre vivió en la miseria, no conocía otra forma de vida. Así le pasó a su madre y a su abuela, de hecho vivieron en la misma chabola que ahora ocupaba ella. Pensaba con frecuencia que la vida no era justa, pero como no sabía de otra manera de vivir, no echaba nada de menos.
Desde luego que le hubiera gustado tener un poco más, pero no pensaba en una casa ni un coche, ni siquiera en aprender a leer, no, para ella tener un poco más era simplemente encontrar comida en el estercolero donde acudía, así que el día que se hacía con algo, daba gracias a Dios.
Cuando cumplió veinte años, un día mirándose al pequeño espejo que tenía su madre, se fijó en las arrugas que empezaban salir alrededor de su boca y ojos, no le pareció extraño, pensó que ya era mayor. A pesar de como había vivido, Teresa procuraba ayudar a los demás. Si veía a alguien nuevo, le ofrecía su casa y lo poco de comer que tenía, lo compartía.
Pero la gente que la conocía, sabían del carácter que podía demostrar si encontraba a alguna persona que intentaba robarle o quitarle algo suyo. Entonces se oían sus gritos desde el otro extremo de la ciudad. Arisca y mandona siempre fue, pero generosa al máximo también.
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