lunes, 14 de noviembre de 2011

Mariposas.


                                      Me acerqué a ella con toda la prudencia que fui capaz, hermosa y aterciopelada, la mariposa yacía con las alas abiertas encima de una enorme hoja de platanera. La miré embobecida como si no hubiera visto nunca una mariposa de colores, ella se retorció en un movimiento casual y al poco quedó de nuevo quieta, disfrutando del cálido sol de la mañana.
                        Desde siempre me había absorbido el seso todo lo relacionado con los insectos, pero de un tiempo a esta parte, las mariposas se llevaban casi todo lo mi interés.
                       Me fascinaban los colores, las formas de sus alas y la elegancia que tenían al emprender el vuelo. Me gustaba verlas juntas o aisladas, una mariposa blanca en mi jardín suponía para mí auténtica alegría, si veía dos o tres igualmente me sentía feliz.
                          Compartía mi felicidad  con un amigo de la infancia. Desde pequeños a los dos nos entusiasmaba ver volar las mariposas en el jardín de mi abuela. Él vivía en la casa de al lado, nos criamos juntos sin quererlo, ya que en la zona tan aislada, los únicos niños éramos nosotros.
        Y esa pasión nos persiguió hasta que fuimos mayores. Como no cambiamos de casa ni de barrio, y proseguimos nuestros estudios en institutos cercanos, nos veíamos a diario, con lo que proseguíamos con nuestra afición favorita.

                           
                            Nos gustaba verlas volar en grupos o a solas, nos daba igual que fueran de colores o blancas. Si las veíamos posadas en las ramas de algún árbol o planta, disfrutábamos de la misma forma que cuando mirábamos a lo alto y veíamos sus diminutos cuerpecillos dando vueltas con su innegable prestancia.                           Esa pasión por las mariposas, simplemente... nos acompañó toda la vida.










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