lunes, 8 de noviembre de 2010

LAS CINCO EN PUNTO

                   Los niños que salían de los colegios llenaban las calles con el bullicio de sus voces, a veces llantos de cansancio. También se oían a las madres respondiendo en ocasiones tranquilas y sosegadas, otras veces con la calma perdida y algún que otro grito de más.
                   Mientras mi ordenador y yo manteníamos en paz nuestra conversación del momento, miré el reloj que estaba colgado en la pared, las cinco en punto. 
                    A esa hora fue cuando nació mi hijo más pequeño, cuando me gustaba merendar, cuando se abrían las tiendas por la tarde. Me gustaba esa hora en invierno, porque venía mi mejor amiga a casa a tomar café, también porque sonaban las campanas de la iglesia y se sentía el olor del pan de la panadería cercana.
                  Ahora que había pasado tanto tiempo, esa hora mágica para mí lo era más que ninguna del resto del día. Sabía que nunca volvería a ser lo mismo, que después de mi paso por los lugares en donde había estado, mi vida no  tendría jamás el mismo significado.
              Quería pensar aunque fuera por un instante, que podía disfrutar de las cosas igual que antes, pero sabía que era imposible, mi capacidad de adaptación a las circunstancias y a las situaciones ya no era la misma. 
                      Lo único que me quedaba eran los recuerdos, pero vivir de ellos era tan doloroso como estar en una cama de hospital además, cada vez se difuminaban con el tiempo, costaba más encontrarlos en la memoria. 
                         El día se acercaba, sabía que tenía que sobrepasarlo yo sola, nadie me iba a ayudar.
                        Cogí los pocos bártulos que llevaba y con paso firme, pero a la vez tambaleante, salí de la cárcel. Eran las cinco en punto.  

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