El apartamento donde vivía no era lo que se dice ninguna maravilla, pues a pesar de su amplitud, no constaba de las comodidades de una estructura moderna. El edificio se hallaba ubicado en la parte antigua de una ciudad cualquiera y su ático era el cuarto piso. Un ascensor viejo y sonoro, de esos que tienen señoriales puertas con rejas, daban a la casa un aspecto de distinción y elegancia, que podría haber tenido en otro tiempo, pero que ni los restos conservaba hoy día.
El zaguán era una inmensa pista de baile, con un fantástico piso de mármol rosa, ensombrecido por el paso de los años, que con su crueldad característica, habían dejado aquel color otrora acharolado y garrido, en este que se notaba como desolado y triste. Pero lo que le había gustado de la finca, era lo que se respiraba en ella ,esa sensación de haber sido vivida. Era lo que buscaba en un piso, que al entrar, se notara vida desde la puerta de la calle y éste, la expelía por los cuatro costados. La gente que lo habitaba, eran personas mayores, casi todos habían nacido en esa casa y algunos de sus hijos o nietos vivían ahí con ellos.
En los alrededores, casualmente, seguían algunas de las tiendas de años atrás, otras desaparecieron, pero la tienda de aceite y vinagre, el pequeño comercio de sombreros que se había vuelto de moda, la sastrería, la peluquería de hombres que por fuera ponía el letrero: barbería y alguna más, se habían modernizado, pero seguían ahí, al pie del cañón, pendientes del trabajo diario, que era el que les daba de comer.
Así que viviendo en esa zona, se sentía feliz, integrado en ese mundo de auténtica vida, en donde lo real era lo que se vivía a diario, minuto a minuto y no lo que se suponía que iba a ser efectivo y verdadero, sin haberlo siquiera, vivido.
Así que viviendo en esa zona, se sentía feliz, integrado en ese mundo de auténtica vida, en donde lo real era lo que se vivía a diario, minuto a minuto y no lo que se suponía que iba a ser efectivo y verdadero, sin haberlo siquiera, vivido.
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