A pesar de su juventud, vagaba a diario y sin rumbo por el pueblo. Las gentes se lo cruzaban y lo miraban sin verlo, era como si formara parte del mobiliario urbano. Vivía lejos, en el extrarradio, y caminaba todos los días muchos kilómetros para lograr que alguien se apiadara de su hambre y le regalara un bocadillo. Así que parte de la mañana la pasaba delante de la única cafetería que había en el pueblo.
Se sentaba en el bordillo de la acera mirando hacia la puerta, no le gustaba molestar y casi siempre eran las mismas personas las que le daban algunas monedas. Es verdad que su ropa estaba sucia y que a veces pasaba varios días sin afeitarse. Pero en su casa no había agua y en estos días de invierno, levantarse al anochecer para cogerla de la fuente, se le hacía muy pesado. Si enfermaba no tenía quien que lo cuidara, su madre muerta, y a su padre no lo conoció.
Sabía que tenía hermanos, se lo dijo una tía suya antes de irse a vivir a la ciudad. Pero al ser el mas pequeño de todos, los mayores ya se habían marchado cuando el creció.
Ese día se recogió pronto, el frío helaba sus flacos huesos y le hacía estremecerse a cada paso que daba.
La noche lo cogió en pleno camino, suaves copos de nieve resbalaban por su cara, los brazos bajo las axilas; los calcetines empapados de agua no ayudaban y pensó en tumbarse un rato a descansar. Pero la carretera jugaba con él, era larga y cruelmente empinada, bosques de álamos a su derecha e izquierda balanceaban las ramas altas al compás del viento.
Entonces, en medio del cansancio escuchó un ruido. Se detuvo y miró en derredor. Nada. Al continuar la marcha, de nuevo lo mismo, un tenue quejido que lo hizo avanzar hacia el bosque a su derecha. Bajo un álamo invasor, una joven yacía acurrucada. Miró a ambos lados, ¿de donde había salido?.
La cogió en brazos con ternura, la chica sería unos años menor que él, pesaba como una pluma de tan flaca como estaba y se quejaba de frío. Se quitó la chaqueta y la envolvió, caminando con premura hacia su casa.
Años después repasaba aquellos momentos en que compartió con ella lo poco que tenía. Durante varias semanas dejó de comer y la alimentó con lo que iba consiguiendo.
Y la suerte se puso de su parte.
Cuando la muchacha se recuperó, le contó donde vivía y como se había perdido en el bosque semanas atrás.
El padre era un hombre adinerado y agradecido. Lo acogió como a un hijo valorando su abnegación y altruismo. Le buscó un empleo en su hacienda y desde entonces supo lo que era tener una familia.
Ese día se recogió pronto, el frío helaba sus flacos huesos y le hacía estremecerse a cada paso que daba.
La noche lo cogió en pleno camino, suaves copos de nieve resbalaban por su cara, los brazos bajo las axilas; los calcetines empapados de agua no ayudaban y pensó en tumbarse un rato a descansar. Pero la carretera jugaba con él, era larga y cruelmente empinada, bosques de álamos a su derecha e izquierda balanceaban las ramas altas al compás del viento.
Entonces, en medio del cansancio escuchó un ruido. Se detuvo y miró en derredor. Nada. Al continuar la marcha, de nuevo lo mismo, un tenue quejido que lo hizo avanzar hacia el bosque a su derecha. Bajo un álamo invasor, una joven yacía acurrucada. Miró a ambos lados, ¿de donde había salido?.
La cogió en brazos con ternura, la chica sería unos años menor que él, pesaba como una pluma de tan flaca como estaba y se quejaba de frío. Se quitó la chaqueta y la envolvió, caminando con premura hacia su casa.
Años después repasaba aquellos momentos en que compartió con ella lo poco que tenía. Durante varias semanas dejó de comer y la alimentó con lo que iba consiguiendo.
Y la suerte se puso de su parte.
Cuando la muchacha se recuperó, le contó donde vivía y como se había perdido en el bosque semanas atrás.
El padre era un hombre adinerado y agradecido. Lo acogió como a un hijo valorando su abnegación y altruismo. Le buscó un empleo en su hacienda y desde entonces supo lo que era tener una familia.
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